Por Vicente Marí
No hace mucho tuve la ocasión de ser testigo de un hecho que por mi experiencia no es un hecho aislado. Un grupo de muchachos que tendrían alrededor de catorce o quince años entraron en un supermercado. Eran cuatro. Dos se dirigieron a las bebidas alcohólicas y otros dos, a los refrescos. En un momento dado, salieron todos huyendo, con tan mala suerte que uno de ellos, que además llevaba el refresco en las manos, fue atrapado por un empleado del local. En un primer momento, su actitud, lejos del arrepentimiento, fue chulesca y descarada. Llamaron a su madre y esta apareció por el local al cabo de no más de quince minutos. Tendría alrededor de treinta y tantos, y vestía ropa cara. Entonces la actitud del chaval cambió por completo. De repente, se echó a llorar y se abrazó a su madre. El dueño del establecimiento, que además fue testigo de los hechos como muchos de los presentes, le relató lo ocurrido. Tras escuchar el relato, la mujer se volvió hacia su hijo y le preguntó si lo que decía el hombre era cierto. Se echó a llorar y a gimotear diciendo que no sabía lo que iban a hacer sus amigos, que él iba a pagar el refresco y que le habían retenido ilegalmente, ridiculizado y amenazado. La respuesta textual resumida vendría a ser esa. La mujer se volvió hacia el dueño del establecimiento y le dijo que se llevaba a su hijo y que le iba a poner una denuncia por retención ilegal, por amenazas y por intromisión al honor y cosas así.
Como finalmente hubo juicio, uno de los abogados le preguntó a la madre si el chico tomaba alcohol, lo que la madre negó rotundamente. Por suerte, este hombre tenía una grabación con una cámara de seguridad que aportó en el juicio y pudo demostrar que la intención del chaval no era pagar, sino salir huyendo de allí, desmontando además lo de las amenazas y demás. El juez no sólo condenó al chico a ayudar al dueño del supermercado una cantidad considerable de horas y le puso una multa económica sino que dio un toque de atención a los padres al permitir que esa “travesura” llegara a juicio.
Este es un ejemplo verídico como tantos otros que suceden a diario en todas partes y que ilustra hasta que punto los hijos alteran nuestra capacidad de ver las cosas. Pero no les echemos toda la culpa a ellos, sino a los verdaderos culpables: los padres.
Los hijos son listos, en la mayoría de los casos, más que los padres a su edad. Saben como tocar la fibra sensible de sus padres para conseguir lo que quieren, y ese recurso lo aprovechan al máximo. Saben cual de los padres es el más débil y la forma de actuar para conseguir sus propósitos. En algunos casos utilizan la lágrima, la lastima, la mentira, las comparaciones con otros amigos, las promesas de que van a hacer algo, el robo…
Es normal que los padres sufran por los hijos y les afecten las cosas que les ocurren, ya que les ven vulnerables y un tanto desprotegidos frente a un mundo peligroso y feroz en el que se mueven millones de personas. Este sentimiento de protección a veces impide ver la realidad, sobre todo cuando se explica desde los labios temblorosos y las lágrimas que se desprenden de nuestros hijos. Eso hace que en muchas ocasiones les creamos mucho más de lo que la razón recomienda.
Como ya se explicó en el celebrado artículo de Xavi Pons sobre los adolescentes y las malas compañías, estos pueden tener un comportamiento ejemplar en el hogar y otro muy diferente fuera de él, con sus amigos, en su ambiente, lejos de las presiones al que está sometido en el ambiente familiar, en el colegio, etc. Pero hay algunas maneras de conocer si esto está sucediendo.
Una de las formas de descubrir esta doble vida es fijándose en su grupo de amistades más íntimas, más cercanas a nuestro hijo, saber si ha habido problemas en el grupo, en la escuela o averiguar si ha cambiado de circulo de amistades. Para ello hay que hablar con el chico, pero no conformarse con su respuesta, sino investigar más allá, sobre todo con los profesores, que son los que más conocen al estudiante y a su comportamiento lejos del entorno familiar. Ellos nos pueden indicar si las respuestas que nos ha dado el chico son ciertas o están alejadas de la realidad. Pero no se equivoque: Es al docente al que hay que creer. Si tiene dudas, hable con otro profesor. Si después de estas consultas llegamos a la conclusión de que el chico nos ha mentido habría que sentarnos a hablar con él y fijar una serie de medidas que no deberían quedarse en palabras, sino en hechos concretos y contundentes.
Sé de sobra lo tentador que es hablar con un hijo, que este reconozca su culpa, prometa que no lo volverá a hacer y que todo quede en palabras. No caigamos en esa tentación. Nuestra tarea como padres nos exige ír más allá y que haya una consecuencia. No se puede permitir que una merma en la confianza quede sin castigo. Sea cual sea este, tiene que ír en consonancia con la falta cometida, Puede ír un poco más allá, pero nunca quedarse corto.
Es muy frecuente que uno de los padres asuma el papel de duro y otro el papel más suave y conciliador. Es muy importante que, a la hora de establecer el castigo, los dos estén de acuerdo. Esa será la manera óptima de enviarle un mensaje claro y conciso: No se puede actuar de esa forma.
Pero como he dicho antes, los chicos son listos y se las ingeniarán de cualquier manera ya sea para evitar el castigo o para deshacerse de él una vez impuesto. Utilizarán todos sus recursos. Mentirán, enredarán, enfrentarán a los padres, crearán dudas, tensiones, plantearán retos e incluso ultimatums, pero no debemos caer en su juego ni en sus provocaciones. El castigo que hayamos pactado debe cumplirse.
El testimonio de nuestros hijos debe ser tratado con neutralidad, es decir, debemos otorgarle el beneficio de la duda y no el calificativo de verdad absoluta, por lo que debe ser contrastado de alguna manera. El amor de los padres, en muchas ocasiones, ejerce de venda que impide ver las cosas, sobre todo si estas son negativas y afectan a las personas que más queremos.
Es importante mantener una cierta vigilancia –seguimiento- sobre nuestro hijo. No confundamos eso con espiar. Reuniones con el tutor, conocer a sus amigos, invitarlos a comer aunque sea a una hamburguesería, compartir tiempo con nuestro hijo, apoyar sus decisiones aunque sean arriesgadas o equivocadas o sencillamente hablar con frecuencia con él, son en muchos casos actitudes que nos previenen de un mal mayor.
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