Por Miguel Angel González
«¡Tiro!, ciudad sentada a la orilla del mar, centro del tráfico de pueblos esparcidos en islas sin cuento, tus fronteras estaban en el corazón de los mares, tus fundadores te hicieron de acabada hermosura, todos los navíos y sus marinos estaban contigo para asegurar tu comercio. Tarsis era tu proveedora y abastecía tus mercados con plata, hierro, plomo y estaño. Pero hoy estás repleta y engreída, y pues has batido palmas con desprecio hacia Israel, extiendo mi mano contra ti. Te convertiré en roca pelada, en secadero de redes y jamás serás reconstruida. Te entregaré al saqueo, te extirparé de entre los pueblos y sabrás que yo soy Yahvéh. Ahora, aterradas de tu fin, en el día de tu caída, tiemblan todas las islas». Ezequiel, 27, 1-26.
Siendo la historia de nuestras islas milenaria y fascinante hasta el punto de que en nuestros orígenes se funden la historia y la leyenda, siempre me he preguntado por qué, a pie de calle, existe tan poco interés por conocer nuestro pasado más antiguo. Posiblemente hayan contribuido a ello dos factores: por una parte, el enorme peso que tiene la más reciente impronta renacentista, con el poderoso recinto amurallado que configura aún nuestra ciudad; y, por otro lado, el hecho de que toda la historia anterior a la conquista catalana de 1235 –ocupación fenicia, cartaginesa, romana y árabe– haya quedado como un ámbito que solo importa a los arqueólogos y a los historiadores. Y es incluso posible que el hecho de tener cerrado durante más 15 años el museo púnico del Puig des Molins y no acondicionar y publicitar como se merecen la necrópolis y los yacimientos rurales, hayan provocado que el personal no tenga el apego que cabría suponer hacia nuestro incomparable patrimonio. Intentar corregir este olvido motiva estas líneas que dedicamos a nuestra memoria más antigua. Y puestos en ello, siendo muchas las preguntas que sobre los primeros tiempos nos hacemos, hay una que tiene absoluta prioridad: saber de dónde nos vino la civilización y qué circunstancias hicieron que nuestra isla tuviera una colonización tan temprana en el Occidente mediterráneo.
Para empezar, cabe decir que, aunque Ibiza aparece en los mapas como colonia de Cartago en el año 654 aC., los primeros asentamientos que registra la isla –si prescindimos de una habitación prehistórica significativa, pero poco conocida–, corresponden, en enclaves costeros como sa Caleta, a la segunda mitad del siglo VII aC, a los pueblos que convenimos en llamar fenicios de Occidente, gentes procedentes de Fenicia –actual litoral libanés–, que ya estaban establecidas desde antes del siglo VIII aC en todo un rosario de establecimientos escalonados a lo largo del litoral andaluz y norteafricano, mediterráneo y atlántico, a uno y otro lado de las ‘Columnas de Hércules’, actual estrecho de Gibraltar.
Fundaciones fenicias occidentales anteriores al asentamiento en nuestra isla fueron Gades (Cádiz, 1110 aC), Lixus, el actual Larache marroquí, que según Plinio el Viejo fue un enclave anterior a Gades y, más al este, Útica, al norte de Túnez, en la desembocadura del río Medjerda, que habría tenido su fundación en 1101 aC. Teniendo en cuenta que el occidente mediterráneo estaba entonces en los límites del mundo conocido y que la navegación desde las actuales costas libanesas duraba muchos meses, es inevitable preguntarse qué les hizo venir. La respuesta es sencilla. Fenicia ocupaba una angosta lengua de tierra que se extendía poco más de 200 kilómetros entre las montañas y el mar, donde estaban constreñidas ciudades como Biblos, Sidón y Tiro. Aquella circunstancia, en gentes con vocación comercial –nómadas convertidos en navegantes que habían sustituido los camellos por barcas–, les llevó a extender sus contactos mercantiles hacia el Oeste. Y como solían viajar sin perder de vista la costa, para facilitar su aventura fueron sembrando estaciones en todo el Mediterráneo: Chipre, Rodas, Creta, Sicilia, Cerdeña, la costa tunecina y el litoral norteafricano, desde donde, para dar el salto desde allí a los establecimientos del sur ibérico y de las costas atlánticas, nada les pareció mejor que hacer escala en una isla que les serviría de puente: Ibiza.
Periplo hacia Occidente
Aquel largo periplo hacia Occidente estaba justificado, además, por la noticia que mucho antes habían llevado a Fenicia algunos audaces navegantes que hablaban de un auténtico Eldorado en el far west mediterráneo: Tarsis o Tartessos, una región de riquezas inconmensurables que pudo estar entre el Guadalquivir y el Guadalete, de la que luego se hacen lenguas Herodoto, Estrabón y la Biblia, y que tal vez guarde relación con las minas todavía activas de Río Tinto. A este respecto, es bien conocido el trust minero fenicio-judaico que generaba beneficios enormes. En este punto, sin embargo, se funden y confunden la historia y la leyenda. El hecho más probable es que, dada la importancia que tuvo Gades entre los establecimientos fenicios occidentales, salieran desde allí –aunque hubiera algunas otras procedencias– las expediciones que crearon los primeros asentamientos fenicios en Ibiza. Nuestra isla pudo estar, por tanto, en sus orígenes, en el camino de la mítica Tarsis o Tartessos. Cosa bien distinta es, tiempo después, en el 654 a.C., la fundación oficial de Ibosim como colonia de Cartago, hecho que, como cualquier día veremos, tuvo razones distintas y, en mi opinión, más relacionadas con el reparto del Mediterráneo occidental que, antes de que entraran en escena los romanos, los púnicos se disputaron con los griegos. Y buena prueba de que estos cortejaban también nuestras islas son los nombres que dejaron, el de Ophiusa (o ‘isla de los lacértidos’) para Formentera, y el de Pitiusas (Pinosas o ‘islas de los pinos’) para todo el grupo de islotes del archipiélago, un apelativo que, sorprendentemente, casi tres mil años después, todavía utilizamos.
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