Por Miguel Angel González
«Jo festejava una al·lota
que no li sabia es nom,
li deia davant tothom:
paretjal, paretjalota». Glosa popular.
No es casualidad que las tres voces, cultura, cultivo y culto, compartan una misma raíz etimológica, cultus, participio de colere que significa cultivar, cuidar, atender. En nuestras islas, como en todos los pueblos mediterráneos, la realidad ha tenido tradicionalmente el triple componente de tradición, agro y religión, es decir, de cultura, cultivo y culto. En el caso de la higuera, esta correlación se manifiesta de forma inequívoca y contundente.
Si los egipcios rendían culto a las higueras hace cuatro milenios y su cultivo era común en Fenicia y Cartago, es lógico pensar que fueron los púnicos quienes las trajeron a Ibiza y Formentera. La higuera es el árbol del que tenemos noticias más antiguas. En los primeros versículos del Génesis, Adán y Eva, expulsados desnudos del Paraíso, se cubren sus vergüenzas con hojas de higuera que, cabe suponer, les harían buscar con urgencia un indumento menos urticante.
Presencia constante
La presencia de la higuera, después, en el mundo antiguo, es una constante. A Rómulo y Remo, abandonados como Moisés en un río, les salva una rama de higuera. Y la esclava Filotis prende fuego a una higuera, señal que permite a los romanos vencer al enemigo. Los higos sirven, incluso, para demostrar el inminente peligro que supone para Roma la vecindad de Cartago: Catón muestra unos higos a los senadores y les dice: «¿Cuánto tiempo creéis que tienen estos higos?». Y al responderle que parecían recién arrancados del árbol, les confiesa que proceden de Cartago, convenciéndoles así de la proximidad del enemigo. En la mitología griega, el titán Eukreus salva a su madre, Gea, perseguida por Zeus, haciendo brotar una higuera que desvía los rayos que lanzaba el dios, razón de que el árbol fuese considerado protector y sagrado. Y Plutarco, por su parte, cita una ley de Solón que prohibía vender higos fuera de Atenas, donde había guardianes, sycoplantas, que vigilaban y denunciaban a quien robaba higos. Y del cultivo de la higuera dice Columuela que, si el árbol tiene sol, medra en tierras duras y pedregosas sin mayores cuidados; que los planteles deben hacerse en las calendas de marzo y que, según van creciendo, se podan los brotes dejando sólo el tallo que, después de 24 meses, se pueden injertar o trasplantar.
Entre nosotros, en las islas, la higuera también ha sido tradicionalmente un árbol apreciado por el valor nutritivo de sus frutos y por sus propiedades en la farmacopea rural: en anemias, convalecencias y estreñimientos, los higos eran mano de santo; para descongestionar los pulmones, aliviar la tos y el asma, se daba un jarabe que se preparaba hirviendo higos secos en agua, con manzanas y miel de tomillo, mejunje que se tomaba caliente varias veces al día; la infusión de hojas de higuera mejoraba la circulación de la sangre y reducía las molestias de la menstruación; con higos hervidos en leche de cabra se obtenía un remedio para la bronquitis, las anginas y las inflamaciones bucales; y ponerse sobre la piel la leche que exudan los higos al arrancarlos del árbol expulsaba cualquier astilla o púa que nos hubiéramos clavado.
Los nombres de lugar son, por otra parte, una buena prueba del peso que la higuera ha tenido entre nosotros. Recuerdo, por ejemplo, sa Font de sa Figuera (Sant Llorenç), es Trenc de sa Figuera (es Vedrà), es Racó de sa Figuera Borda (La Mola), es Figueral y es Gorg des Figueral (Peralta), ses Figueres (Talamanca), sa Cova de sa Figuereta (Puig des Molins), Can Figueretes (Portmany), sa Platja de ses Figueretes (Ibiza), es Canal de ses Figueres y sa Sénia de can Figueretes (Portmany), y es Fossar de ses Figueretes (Cementiri Vell d’Ibiza).
También encontramos referencias a la higuera en rondallas, dichos, anécdotas, acertijos y refranes, caso de: «Ses figues i ses dones,/ quan torcen es coll,/ és que són bones». Y la tenemos, asimismo, en adivinanzas: «Un arbre que flor no fa/ o la té molt amagada,/ fa un fruit dolç com melmelada,/ del qual en podem fer pa». La higuera, por otra parte, no sólo ha sido en nuestra cultura referente de fecundidad, sino que su fruto abierto, sa figa, ha tenido el sentido erótico que recogen las glosas populares: «Al·lota, si vols venir/ davall de na Coll de Dama,/ allí aclarirem cotó/ i espapallarem sa llana»; o «enmig de s’enforcadura,/ m’ha sortit un redolet,/ que és negre i clivelladet,/ com sa figa flor madura». Otras veces, las higueras y sus frutos aparecen en glosas de alegre socarronería: «Una figuera verdal/ té fruita molt apreciada,/ no m’agrades per cunyada,/ perquè ets molt paretjal». Y la higuera, finalmente, también aparece en canciones de recolección: «M’agraden ses figues seques,/ i d’estiu n’he de secar,/ si jo t’he de convidar,/ procura dur-me herbes seques»; o «si vens a es figueral/ me trobaràs mal garbada,/ però si vens an es ball,/ allà me veuràs mudada,/ si en duc de salero i sal».
Se trata, en fin, de un mundo que ya es sólo memoria. Y aunque no caben nostalgias porque hoy la vida es otra, ello no justifica el abandono que sufren las higueras que, posiblemente, pasan por el peor momento de su historia milenaria. En muchas de ellas, sólo los pájaros aprovechan sus frutos que, en otros tiempos, como hemos visto, además de ser un regalo para el paladar, fueron considerados terapéuticos y afrodisíacos, signos de opulencia y de fertilidad. Uno diría que las higueras son ya tan familiares, tan cotidianas y tan nuestras, que pasan inadvertidas. Pero las higueras resisten y nos asombran cuando las vemos como magnífica.
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