Por Miguel Angel González
La angosta lengua de arenas, gravas y limos del istmo que configura la zona media de la Pitiusa menor se creó lentamente con sedimentos mucho después de que emergiera el poderoso promontorio de calcarias tortonianas de la Mola, una alcarria trapezoidal de 25 kilómetros cuadrados que, en sus límites, a más de cien metros sobre el mar, se precipita en un desbocado acantilado donde tiene su anclaje el Faro de Formentera. Podríamos decir que la Mola es una isla en una isla y el faro, a su vez, una isla en la Mola. Un paisaje, por tanto, extremo y de doble insularidad, un árido finisterre más allá del cual sólo queda el horizonte marino. La Mola, por otra parte, es un espacio telúrico de fuerzas contrapuestas, un pasisaje hermético que no se entrega con facilidad, pero también magnético, pues nos llama y nos atrae. Tal vez por eso el viajero que llega a la Mola experimenta cierto desconcierto: percibe un lugar abierto pero de secreta arcanidad, un espacio ‘sellado’ en el que, sin embargo, uno siente la imperiosa necesidad de penetrar. Es un paisaje, en fin, que se nos impone por su fisicitud e inmediatez, pero es también un espacio con aura, un lugar que nos trasciende. Eso explica que subir a la Mola tenga algo de laica peregrinación y que vivir en la Mola implique, todo a un tiempo, una forma de enamoramiento y de conquista.
Hoy podemos llegar a la Mola por el Camí de sa Pujada o Camí Vell que asciende con descarado empinamiento paralelo al farallón y que, si mantiene su primitivo empedrado, hoy es poco más que una trocha de cabras. Se ha dicho que su enlosado era romano, pero lo cierto es que se empedró mucho después para evitar que las lluvias lo descarnaran y desbarataran. Más cómodo y ortodoxo es subir por la carretera PM-830, que arranca en el embarcadero de la Savina y en dirección NE/SW atraviesa la isla. La carretera zigzaguea en la subida que va desde las tierras bajas en el Caló de Sant Agustí hasta el Mirador, balconada que ofrece al viajero un diorama espectacular hacia poniente, particularmente si uno coincide con el momento mágico de la puesta de sol: mientras la isla se adormece a nuestros pies, van encendiendo sus lumbres las casas esparcidas al tresbolillo en el llano, un istmo que se proyecta hacia poniente en el contraluz y que al final se expande hacia el norte y el sur: a la derecha y en la lejanía espejean las zonas lagunares de l’Estany des Peix, l’Estany dels Flamencs y las Salinas, enfilándose luego, entre mares, en ese largo dedo de calizas y arenas que señala a Ibiza en la Punta des Trucadors; y si miramos hacia el sur, a nuestra izquierda, Formentera gana altura en el Cap de Barbaria, segunda mola de piedra que en su extremo tiene también su linterna marina. Puesto el sol, dejamos el Mirador y, con menor empinamiento, enseguida llegamos a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar, en el mismo centro del altiplano que cierra la isla por el este. La iglesia se levantó el 1784 y merece una visita por su desnuda sencillez y porque es de los pocos edificios de la isla que sigue el arquetipo de la arquitectura pitiusa tradicional. Podría decirse que este templo tiene en la Mola una función vestibular, pues desde él y por levante abre un camino estrecho, de dos kilómetros o poco más, que divide la Mola en dos mitades –vendes del Monestir y sa Talaiassa– y que, trazado con tiralíneas, atraviesa la meseta hasta el pie de una torre que, en su enjalbiego y desde lejos, parece un lapicero, el Faro, un icono insular que encuentra anclaje, a ciento treinta metros sobre el mar, en el límite mismo del acantilado de levante.
Quien ha estado en la Mola sabe que esta cinta asfaltada que lleva desde la iglesia al faro es como un tránsito inevitable: quien sube a la Mola, termina en el faro que nos atrae como un imán. No he conocido a nadie que haya subido a la Mola y no haya acabado en el faro su camino, aunque también es cierto que no se puede ir más allá. El viajero conviene que sepa que el faro tiene dos tiempos esenciales, las amanecidas y la noche cerrada. Al despuntar el día, el mar es una inmensa lámina azul por la que el sol emerge y abre en el mar un camino de luz. El faro está entonces dormido, pero cuando llega la noche despierta como un sol nocturno que deja pálida la luna. Es entonces cuando se convierte en lo que, un Axis Mundi, un cíclope vigilante que abre su enorme ojo sobre el mar y parpadea. Las doce ráfagas de su linterna penetran la opacidad de las sombras, mientras nosotros, al pie de la torre, vemos un fantasmagórico techo iluminado que gira y gira como un derviche y baila bajo las estrellas.
Pero la Mola no sólo es el faro. Es un pequeño universo que nos trasciende y deviene también literatura. No es extraño que Julio Verne –como recuerda el monolito– introdujera el lugar en su célebre novela ‘Héctor Servadac’. Y es que la Mola ha sido siempre un lugar de ensoñaciones. Lo demuestran las rondallas que repiten su escenario: ‘El bosc de sa Pujada’, ‘Sa Cova Mala’, ‘Es pa i sa coca’, ‘Sa cova de sa mà Peluda’, ‘Sa bruixa de la Mola’, ‘Sa virotada’, ‘Es quatre al·lots despessers’, ‘Es Monestir des frares’, ‘Sa Cova des Fum’, etc. El Monestir es otro espacio enigmático que recuerda la presencia en el lugar de ermitaños agustinos. Algunos tienen el hecho por incierto, pero nuestro añorado canónigo archivero, Joan Marí Cardona, lo da por verdadero y, como suele, apunta legajos de 1346 que hablan ya de una païssa y unas tierras al pie del Puig des Molins, en Ibiza, que habían pertenecido a los ermitaños del Monastir de la Mola. Y sobrevive, por otra parte, l’Aljub Gran del Monastir, hoy llamado den Talaies, que, por sus dimensiones, tuvo que ser utilizado por todos los pobladores de la Mola. Todo un rosario de parajes que alimentan sueños y leyendas.
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