Por Miguel Angel González
No éramos niños ni tampoco hombres, una precaria situación que nos desconcertaba y que tratábamos de disimular con muy pobres resultados: hubo quien se dejó un ridículo bigote, quien se paseaba con ´La crítica de la razón dialéctica´ de Sartre, quien se dejó crecer los cuatro pelos de la barba y se alargó las patillas y quien intentó significarse con horrísonos pantalones de pata de elefante y floridas camisolas con cuello de avión que llamábamos ´mambos´ y que nos daban un aire hortera y naïf. Cosas de la edad.
Nuestra educación sentimental fue un desastre porque veníamos de un casposo nacional-catolicismo que nos tuvo en Babia hasta que fue demasiado tarde y tuvimos que despabilarnos en la escuela de la calle. Nos faltaba información y nos faltaban dos o tres años para poder tener protagonismo en aquel escenario de los felices sesenta. Lo nuestro con las extranjeras, monumentales, de carnes prietas y piernas interminables, fue un quiero y no puedo, un espejismo. Fue entonces cuando los machos alfa patentaron la disciplina del ´palanqueo´ que a nosotros, por nuestra poca edad, nos estaba vedada. El ´ir de palanca´, más que una urgencia, –que también–, fue una cuestión de oportunidad y amor propio, pues quienes no lo practicaban pasaban por tontos de solemnidad y meapilas. Pero ser ´palanquero´ no era fácil. Exigía determinadas aptitudes y habilidades, artes felinas y un acoso paciente que, por así decirlo, no siempre se llevaba el gato al agua. Era aconsejable la nocturnidad, moverse en el ámbito adecuado y disponer de cierto dispendio para facilitar el acercamiento. El aquí te cojo y aquí te mato funcionaba en muy raras ocasiones. Y como nada de aquello estaba a nuestro alcance, fue un mundo que vimos pasar como una película de cuatro rombos y que conocimos solo de oídas, porque, eso sí, el ´palanquero´ era un bocazas que exageraba sus proezas amatorias, cosa que a nosotros, como cabe suponer, no nos molestaba en absoluto.
Con 13, 14 o 15 años, los de mi generación vivíamos entonces en pleno ´noísmo´: le decíamos NO a todo lo que significara autoridad, marco en el que incluíamos, sobre todo, a padres y maestros. Y nos hicimos expertos en el arte de Talía, la interpretación: mentíamos como cosacos al hacer novillos, salera en la jerga local; mentíamos cuando en casa nos creían en la calle y nos escapábamos en inocente flirteo con una amiga al malecón del puerto, el ´Muro´, o al faro de es Botafoc; y mentíamos —era nuestra mayor temeridad— cuando, con el pretexto de asistir a una sesión doble y nocturna del Cine Serra o del Teatro Pereira, nos íbamos a Sant Antoni con el coche de un amigo, —casi siempre el ´pato´ del ingeniero de caminos, canales y puertos— que conducía su hijo sin carnet, con la sana intención de colarnos en Ses Guitarres, Sa Tanca o La Bolera, lugares en los que recalaban las turistas. Y si el vehículo no estaba disponible o suponía un riesgo exagerado, tratábamos de asomarnos a los garitos que proliferaban en Vila aquellos años, Clive´s, L´Anfora, La Tierra, Bagatela, Mar Blau o La Cueva de Alí Baba, un antro que, junto al antiguo Seminario, regentaba con aire pirata un Nájera de botas y machete. Nuestro cuartel general, sin embargo, fue, durante varios años, La Oveja Negra.
La Oveja Negra era lo que llamábamos una boîte, un prehistórico precedente de las discotecas. Las boîtes eran, con relación a las discotecas, lo que han sido los colmados de barrio con relación a los supermercados. La Oveja Negra estaba detrás de los Andenes del puerto, en un callejón sin salida, —el carreró del Nord, si no me falla la memoria—, entre Vicente Soler y Emili Pou. Ocupaba los bajos de una vieja casa de vecinos que aún existe y era un local pequeño, con una barra, una minúscula pista de baile y seis o siete mesas junto a las paredes, que recorría un sofá tapizado con una guisa de terciopelo de color ala de mosca. El secreto de La Oveja Negra estaba en dos elementos: la música de pick-up que hacía temblar el mobiliario y la penumbra sicodélica de unos focos azules y rojos que iluminaban el humo de los cigarros en una atmósfera que, a nosotros, nos parecía cinematográfica y felizmente pecaminosa. En ella teníamos la mejor aliada para nuestros torpes escarceos, fuese con una amiga desinhibida o con alguna extranjera pasada de vasos o con irrefrenables ganas de retozar. Lo más frecuente, sin embargo era que no nos comiéramos un rosco y nos pasáramos las horas muertas disimulando el aburrimiento, eso sí, con un vaso de ginebra en las manos, única consumición que, con nuestra magra asignación semanal, podíamos permitirnos.
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