Por Jorge Bucay
El inicio escolar trae al foco de nuestra vida y de la prensa el tema de la educación y los roles, por fuerza complementarios, entre padres y maestros. Una sincronía no siempre aceptada, un vínculo no siempre claro, una sociedad no siempre armónica.
El ritmo a veces desenfrenado en el que vivimos, con padres, hermanos mayores y abuelos muy atareados -¿demasiado?-, ha ido desplazando en los últimos cincuenta años gran parte de las tareas y responsabilidades que eran de la familia para depositarlas casi totalmente en la escuela y los docentes. Quizá por esa situación no elegida ni consensuada, padres y maestros suelen tener mucho que reprocharse, bastante de que acusarse y, como consecuencia, no poco que reclamarse mutuamente.
¿Qué espera la familia de la escuela? Justa o injustamente, y entre otras cosas, espera:
– Una aportación importante de datos y de conocimientos diversificados, especialmente de aquellos que servirán “toda la vida”, es decir, que permitan a los jóvenes continuar estudiando o ser exitosos en sus futuros trabajos.
– Un sólido entorno social que, por un lado, haga de la escuela un lugar al que el niño quiera ir y que, por el otro lado, lo entrene en el área de las relaciones interpersonales, capacitándolo para compartir su vida adulta con los demás, sin trastornos.
– Un ámbito que forme y eduque en valores sustanciales que orienten la postura ética y moral de los niños, a la vez que los alejen de desvíos conductales y comportamientos antisociales.
– Una especie de prolongación del espacio contenedor, seguro y continuador de la casa, que valide y respete a los niños como individuos diferentes y libres, potenciando sus capacidades y ayudándolos a superar sus dificultades.
¿Qué espera la escuela de la familia? Justa o injustamente, y entre otras cosas, la escuela espera:
– Un compromiso activo de los padres y del resto de la familia respecto al acatamiento de las normas y reglas mínimas exigidas por el sistema: horarios, aseo, vestimenta, asistencia…
– Una actitud de apoyo efectivo basado en el refuerzo del aprendizaje escolar, incluida la ayuda en los deberes, la provisión del material necesario y el entrenamiento de ciertos hábitos importantes en la etapa de la escolaridad, como la lectura, la disciplina y el respeto de la autoridad.
– Un mínimo de cuidados básicos (alimentación, sueño y contención afectiva) y una buena calidad y cantidad de tiempo dedicado a los niños (paseo, juego y diálogo), alejando a los pequeños del acaparamiento que propone la televisión o internet.
– Una presencia afectiva de padres y madres en las reuniones de padres, en la discusión de contenidos y en el cuidado del entorno escolar.
¿Quién es el responsable?
En lo personal, no dudo de que son los maestros y los especialistas que deciden los programas e infraestructuras educativas los que más saben acerca de qué hacer y cómo. Por lo tanto, podríamos fácilmente caer en la tentación de atribuirles las mayores responsabilidades de los fracasos escolares; pero sería un error.
Es primariamente responsabilidad de los padres la educación de los hijos, tanto en lo referido a la información que reciben como en lo concerniente a su formación como personas; y esta responsabilidad es indelegable. Quiero decir que podemos pedir y recibir ayuda de la escuela, pero no deberíamos delegar en ella nuestra tarea como padres. Es nuestra, pues, la obligación de complementar lo que la escuela y la educación formal no pueden aportar, por lo menos totalmente. Es nuestra la tarea de adecuar lo que se aprende en clase a la vida cotidiana y familiar.
Recuerdo mi propio descubrimiento cuando mis hijos tenían seis y siete años. De pronto, su madre y yo nos dimos cuenta de que podría ser divertido utilizar la excursión del fín de semana al supermercado para jugar a hacer cuentas. Multiplicar, sumar y restar era parte de la diversión y de la salida en familia. No creo que ese fuera el único motivo, pero seguramente ayudó a que las matemáticas nunca fueran tediosas para mis hijos.
Un aprendizaje poco útil
La educación occidental se ha centrado casi exclusivamente en el desarrollo de las funciones cognitivas, con poca atención a la maduración de otras áreas del ser, como la utilización práctica de los conocimientos, la combinación creativa de ellos o el cuestionamiento de lo que dicen los libros –cuya veracidad podría ser muy entretenido confirmar-. Dicho de otra manera, tenemos una idea puramente conductista del aprendizaje, basada en la memoria, que menosprecia la comprensión profunda de las cosas. Educamos a los niños como si cargásemos datos en un ordenador y evaluamos su aprendizaje por la fidelidad de sus archivos, premiando con una buena nota a los que pueden reproducir mejor lo que se les dijo o lo que han leído en los manuales.
Recursos como los señalados no pueden garantizar al alumnado ningún conocimiento futuro ni el desarrollado de la capacidad de adaptar lo aprendido a una situación concreta. Y, por eso, difícilmente ayudarán a afrontar el verdadero desafío de estos tiempos cambiantes: resolver problemas verdaderamente nuevos para los que no resulte suficiente sólo con elegir entre un menú de viejas soluciones.
Hoy sabemos que un realidad no siempre puede comprenderse sumando las partes que componen el todo. Por usar el viejo ejemplo: el análisis químico del agua permite descubrir que cada una de sus moléculas está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno; pero entonces ¿cómo explicamos desde allí que el agua extingue el fuego, si sabemos que el hidrógeno lo aviva y el oxígeno en estado puro lo mantiene?
El proceso de aprendizaje debe centrarse en la comprensión y la experimentación de lo aprendido, más que en la simple acumulación de datos, y es allí donde la tarea de los padres es fundamental e irreemplazable. El psicólogo Jean Piaget llevaba esta idea a su máxima expresión cuando sustenía que, si se le enseña a alguien algo que hubiera podido descubrir por sí mismo, se le impide entenderlo completamente. Una consecuencia importante de este enfoque es asumir que el sujeto aprende básicamente interpretando sus fracasos.
Mientras que en el aprendizaje “de memoria” se busca el éxito y se aprende repitiendo aciertos ajenos, en el aprendizaje “Comprensivo-experiencial” la fuente didáctica está en el darse cuenta de la insuficiencia de lo que sabemos.
Si el fracaso no nos asusta ni nos paraliza, este nos obliga a poner algo más, algo de nosotros, que nos ayude a conseguir el resultado deseado. Si el conocimiento sólo fuera registro y memoria, nos quedaríamos atados a lo que ya existe y la humanidad dejaría de aprender cosas nuevas. Si fuera únicamente exploración, deberíamos comenzar desde el principio cada día, sin poder capitalizar lo descubierto por otros antes.
Dejo para el final la más provocativa de mis ideas. Propongo dejar de actuar en casa como maestros sustitutos o como brazo ejecutor de controles y castigos. La tarea de los padres respecto a la esfcuela es la de apoyo y no la de policía escolar. Sugiero depositar en nuestros niños, desde los primeros años, la responsabilidad de su rendimiento y las consecuencias de sus acciones.
Nuestra tarea como padres
Hacer o no hacer los deberes debería ser desde siempre una decisión que emane de su compromiso y no una actitud generada por el miedo al castigo que sobrevendrá de los padres en caso contrario. Claro que es más sencillo sentarse a hacerle el trabajo de geografía. Claro que es más rápido ordenarle que haga la tarea o amenazarlo con privarlo de no se qué si no la hace. Claro que a todos nos halagan las buenas notas de nuestros hijos. Quisiera que no se nos olvide que “nuestra tarea” como padres es construír buenas personas adultas, comprometidas y responsables, y que eso excede con mucho el rendimiento académico. Asumir ese objetivo redundará sin duda en beneficio del futuro de nuestros hijos y, sobre todo, de los hijos de nuestros hijos.
Extraído de la revista Mente Sana, nº 52, diciembre de 2.009
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