Por @Vicent_Mari
A las ocho y media de la mañana, desde los ventanales de la segunda planta de la comisaría se divisaba un cielo gris ceniza que se desplomaba sobre la ciudad. Los débiles copos de la noche anterior habían transformado la suave brisa en un aire gélido que congelaba las entrañas al respirar. Para escapar de aquella sensación había apurado un vaso humeante de café con leche caliente y estaba dando cuenta del segundo. Un leve atisbo de calidez recorría su cuerpo con cada trago y se apagaba tímidamente al cabo de unos segundos.
Había indagado sobre la figura de Julio Edgardo Santos Varela buscando en el ordenador. Apareció un solo resultado. Colombiano, natural de Medellín. 51 años. Llevaba casi dos años en el país. No constaban antecedentes en España ni en su país de origen. Extraño, aunque su fotografía no engañaba a nadie. Presentaba la apariencia de un tipo que sabía lo que era la cárcel. El hecho de que su ficha no revelase problemas con la Ley ni estancias en prisión era un detalle revelador. En algunos países latinoaméricanos se podía borrar la ficha policial. Había empresas que se dedicaban a eso a cambio de una suma razonable como paso previo a su salida del país. El hecho de que su ficha se hubiera borrado quería decir que en ella había algo importante e incómodo que borrar. Era una práctica habitual en tipos que tenían mucho que ocultar y utilizada sobre todo por violadores y secuestradores que se trasladaban a otro país con la intención de empezar una nueva vida o seguir delinquiendo. Era como tener una nueva identidad, un nuevo comienzo. Como dejar atrás el pasado. Constaba la dirección de su última vivienda conocida y que, después de los últimos acontecimientos, seguramente ya no sería válida.
Anoté la dirección y busqué el nombre de Hicham en la base de datos. Era probable que estuviera fichado. La búsqueda arrojó más de una docena de coincidencias. Descarté a cuatro por edad, a otros dos por estar en prisión y el saldo se quedó en siete. Una cifra razonable, pero amplia todavía. Contaba con el resentimiento de “Manny” para que hiciera un reconocimiento visual. No obstante, la clave de todo era el tal Santos Varela. No estaba claro que fuera el cerebro de toda la operación, pero era evidente que era una de las figuras clave en aquel asunto. Era un trabajo demasiado sofisticado para tipos que hasta aquel momento no habían pasado de pequeños robos de barrio y alguna que otra chapuza similar.
La sala estaba llena de ruido y gente. Teléfonos que sonaban y el suave murmullo de cuchicheos en voz baja infestaban la escena. Con la mirada vidriosa sobre la pantalla y los dedos entumecidos, aporreaba el teclado del ordenador escribiendo el informe sobre la detención de “Manny” Ortega y lo que este había declarado posteriormente, obviando, por supuesto, el detalle de la pistola. Le había dado muchas vueltas a sus palabras y cada vez se acentuaba más la impresión de que algo no cuadraba.
– Enhorabuena -soltó García, compañero veterano de la brigada de robos, asomando la cabeza sobre la pila de papeles e informes que descansaba sobre mi mesa al tiempo que se sentaba en su mesa. Lucía unas gafas de cristal de espejo que debían hacerle sentir más próximo a uno de los protagonistas de “Corrupción en Miami”. Así debía sentirse. Tenía unos sesenta años, la mesa junto a la mía, también repleta de papeles y posts de colores que debían recordarle algo-. He oído que conseguíste hacer hablar a “Manny”.
Mis dedos se detuvieron en el galope veloz que llevaban sobre el teclado y me volví a mirarle lentamente. Aquel comentario era sospechoso no sólo de quien venía, que tenía fama de estar muy bien informado, sino que además, porque abría un amplio abanico de posibilidades. García era un tipo afable, pero en demasiadas ocasiones le perdía el abuso de información que tenía sobre sus compañeros. Eso le hacía ser un tipo incómodo. De hecho, ambos sabíamos con certeza que había compañeros que le evitaban por este motivo.
– ¿Hay algo que quieras decirme?
– En absoluto –respondió con un tono seco-. He oído que “Manny” te dio nombres, y ya sabemos lo duro y hermético que es ese tipo. Buen trabajo.
Los comentarios de García no eran casuales. Podían ser ambiguos, pero nunca casuales. Decidí apelar a su extensa información.
– ¿Hay algo que debería saber?
García me devolvió una mirada fugaz y volvió a fijarla en la pantalla de su ordenador mientras se sacaba un chicle de la chaqueta.
– ¿Hay algo de lo que debas arrepentirte? –respondió.
– Digamos que podría haber hecho algo que no estaría bien visto.
– He oído un rumor. Tiene que ver con una pistola.
– Ya veo – hice una pausa breve-, ¿hasta qué nivel es público?
– Bueno –empezó-, teniendo en cuenta que me he enterado por puro azar y que lo que se comenta ha ocurrido hace menos de nueve horas… Saca tus propias conclusiones.
– Si sabes lo que sabes no es por casualidad –insistí-. Tu fama te precede. Siempre estás atento a todo lo que ocurre.
Hubo unos segundos de silencio.
– ¿Sabes cual es uno de mis lemas? –murmuró distraídamente-: En la vida hay que pensar en lo mejor pero esperar lo peor. O lo que es lo mismo: No jodas a los demás y no te joderán.
Aquellas palabras eran premonitorias. En boca de aquel tipo, tenían un notable eco de amenaza que había ido curtiendo a lo largo de los años. En ese caso concreto, incluso yo sabía que tenían un alto porcentaje convertirse en hechos concretos y tangibles. Y lo que era peor: eran inminentes.
– ¿Cuánto hace que lo sabes?
– Una media hora. Hablaban en el bar y lo he oído.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– ¿Eso importa?
En ese momento apareció Esteban, uno de mis compañeros que trabajaba en robos y soltó la sentencia.
– El comisario quiere verte en su despacho ahora –soltó con un tono de resignación-. Supongo que no te pilla por sorpresa.
García soltó una mueca que intentaba ser una sonrisa encubierta pero le salió un churro. Esteban se limitó a mirarme fijamente, esperando una reacción que se produjo fríamente. Me levanté de la silla y me dirigí hacia las escaleras sintiendo el calor de varias miradas fijas en mí.
Que el comisario te mande llamar pueden ser buenas o malas noticias, pero teniendo en cuenta que había sido ascendido hacía poco tiempo y que los antecedentes acaecidos en la noche anterior eran casi públicos, la cosa pintaba mal.
Peldaño a peldaño ascendí hasta la tercera planta, donde había otras oficinas y en un lateral, el despacho del comisario, junto al que había un par de mesas que estaban ocupadas por un policía vestido de uniforme y una mujer de unos cuarenta y tantos que identifiqué como la secretaria del comisario. Ambos conversaban y reían mientras escribían algo cada uno por su lado. Llegué hasta las mesas y esperé a que uno de los dos se percatara de mi presencia. El agente uniformado levantó la cabeza y me dedicó una mirada inquisitiva por espacio de un segundo.
– Soy Albert Bosch –lancé ante la pasividad del tipo.
– Ah, sí –murmuró el agente distraidamente-. Pase, le están esperando.
Avancé a través del pequeño pasillo y me asomé hasta la puerta abierta del despacho. Toqué la puerta con los nudillos un par de veces. El comisario levantó la mirada de la hoja que estaba leyendo y me hizo un gesto.
– Pase y cierre la puerta -ordenó.
Aquello no inspiraba demasiada confianza en un final feliz. Cerré la puerta mientras el comisario estampaba su firma a un documento y lo depositaba en un lado de la mesa. En la puerta, una placa metalizada anunciaba su nombre, Marcos Rojas, junto a su cargo. Rojas era un policía de carrera. Apenas tenía unos pocos años más que yo y había tenido una inercia bastante fulgurante en el cuerpo. Era un tipo severo, entrado en años y en kilos, sin apenas pelo en la cabeza y siempre iba con un traje impecable, aunque su gusto en cuanto a corbatas cuestionaba su elegancia.
Me senté en la silla y esperé acontecimientos. La mirada del comisario ya hablaba antes de que este abriera la boca.
– Voy a hablarle sin rodeos –su tono enérgico encubría un gran enfado-. Estoy harto de sus cagadas. Harto de verdad. Sinceramente, no sé qué me resulta más insultante: que se salte las normas o que crea que no me voy a enterar. ¿Qué coño es eso de ofrecerle su arma a un detenido? ¿Puede explicarlo?
Me humedecí levemente los labios.
– No le ofrecí mi arma.
– ¿Eso es todo lo que va a decir?
– Es todo lo que quiero decir. No tengo nada más que añadir.
– ¿Ah, no? –preguntó sin alterar su expresión severa ni su mirada- ¿Esta seguro? ¿No le ofreció su arma a un detenido?
– Le mostré el arma a través de las rejas. No tenía intención…
– ¿Quiere que le lea el informe? –tronó interrumpiéndome con firmeza- Lo tengo aquí mismo –echó un vistazo a una hoja que tenía a su lado y empezó a leer-: “Estaba frente al detenido, con el brazo estirado hacia él y el arma en la mano”. ¿Se ha enterado? “Con el brazo estirado y el arma en la mano”. ¿Me toma el pelo? ¿O va a decirme que no es eso lo que pasó?
Me sentí como a uno de esos acusados a los que presionaba sabiéndolo todo e iba desvelando la información poco a poco para acorralar al sospechoso y conseguir una confesión. Emití un suspiro antes de hablar. Había hecho lo mismo cientos de veces.
– Utilicé el arma para señalarle las opciones que tenía. Nunca le encañoné ni tuvo opción de quitármela. Se la enseñé a cuatro metros. Nunca tuve intención de…
– Dejemos la retórica a un lado –soltó con firmeza-, y cuénteme lo que ocurrió sin omitir nada.
– “Manny” es un tipo duro de roer –respondí-. No voy a mentirle: Es cierto. Le ofrecí mi arma, pero no se la iba a entregar. Está más cerca de que le metan un tiro que de otra cosa. Tenía que hacer algo dramático le diera a entender su situación, algo que llamara su atención y funcionó.
– No necesitaba que funcionara –aulló el comisario-. Tenía su ADN en el escenario y un testigo que le ha identificado. Era pan comido. El caso más fácil del año.
– Con todos los respetos, “Manny” ha sido detenido en muchas ocasiones y en la gran mayoría ha salido absuelto. En una de ellas incluso teníamos su ADN, pero no pudimos probar su participación en los hechos.
– ¿De veras? –tronó- ¿Sabe como llamo yo a eso? Mal trabajo policial.
Ignoré su comentario y continué hablando sobre el caso.
– Ese tipo tiene experiencia. Su ADN apareció en un chicle en el jardín. Dirá que pasó ese día junto a la casa y que tiró el chicle al jardín. Y en cuanto al testigo, su abogado cuestionará su credibilidad porque esta implicado. Nos quedaremos sin nada. He visto eso muchas veces. Lo que hice no es correcto, lo admito, pero haciendo lo que hice me dio nombres y detalles que me permitirán cerrar el caso. De hecho, en este momento estaba redactando el informe.
El comisario meneó la cabeza.
– ¿Cree que me importa que funcionara o no? ¿Acaso cree que me importa lo más mínimo? ¡Me resbala que haya conseguido esa confesión! ¡No es eso por lo que esta aquí! ¿es consciente de lo que ha hecho? Si ese tipo quiere denunciarnos por amenazas, hasta el juez más pardillo le dará la razón. El caso ya se ha ido a pique. Ese tipo saldrá a la calle en horas. Pierde el Cuerpo, no usted.
– Ese tipo es bastante listo. Tenía que…
– Si fuera lo bastante listo no le habríamos detenido. ¿O es que era demasiado listo para usted? ¿Es eso?
– Lo único que digo es que…
– ¡Basta! ¡Cállese! –aulló haciendo un gesto con la mano-. No quiero escuchar nada más. Estoy harto de excusas.
Se hizo un silencio de varios segundos en los que el comisario aprovechó para soltar el informe sobre la mesa y me miró fijamente.
– Conocí a su padre hace años –murmuró secamente-. Era un buen policía. Honesto, disciplinado, admirable. En una palabra: ejemplar. Durante toda su carrera fue un modelo a seguir. Supongo que por eso decidió seguir sus pasos. Usted es otra cosa. He seguido su trayectoria desde que entró en esta comisaría. Hace años tenía un futuro prometedor. Pero de repente, empezó a tirarlo todo por la borda. Casualmente, poco antes de su divorcio. ¿Cuánto hace de eso? ¿cinco, seis años?
– Cinco. Y señor, con todos los respetos… mi vida privada no es competencia del Cuerpo.
– Lo es cuando afecta a su trabajo. Y basta echarle un vistazo a su historial para ver que, desde que su matrimonio fracasó no ha dejado de meter la pata en todas direcciones… Peleas con compañeros, denuncias de detenidos por brutalidad, traslados a varias comisarías, problemas con el alcohol…
– Se demostró que los detenidos mentían –interrumpí-, y en cuanto a la bebida, estoy rehabilitado. Hace veintidós meses que no pruebo una gota.
– Ahora hace otro tipo de cagadas. Estoy seguro que se encargó de destrozar su matrimonio y ahora esta empeñado en destruír su trabajo. No sé a qué le sonará a usted, pero a mí esto me parece un proceso de autodestrucción. No le culpo. En este trabajo uno ve tanta mierda que al final te afecta. Es el precio que tiene. O lo superas o te consume, y es evidente que le está consumiendo.
– No es mi intención –murmuré-. Me gusta mi trabajo y procuro hacerlo lo mejor posible.
– Le gusta su trabajo, pero a su manera. Lo hace de la forma que le conviene. Como le viene mejor a usted. Y eso tiene que terminar.
– Resuelvo casos. Soy bueno en lo que hago.
– Es bueno cuando no la jode –soltó-, y estará de acuerdo conmigo en que últimamente la jode a menudo.
– En cuanto a lo que ocurrió anoche, le insisto en que “Manny” es un criminal curtido. Sabe aprovecharse de la Ley para salir impune. Los procedimientos habituales no son suficientes para atrapar a tipos como él.
– La Ley es una herramienta eficaz si se aplica de forma correcta. No era necesario excederse, y usted se excedió notablemente. Lo tenía cogido por los huevos. Parece que ha olvidado que representamos a la Ley.
Aquello sonaba a discurso político. Llevaba el tiempo suficiente para saber que la Ley tenía multitud de agujeros e insuficiencias de los que se aprovechaban cada vez más delincuentes. Yo mismo había detenido al mismo tipo más de cincuenta veces, y todas ellas, había salido al cabo de unas horas.
– Perdone, pero usted ya sabe que la Ley a veces no es suficiente para atrapar a tipos como “Manny”. Necesitamos otro tipo de recursos.
El comisario se levantó de la silla y se volvió a mirar a través de la amplia ventana que daba a la ciudad y desde el que se oteaba un cielo grisáceo. Tomó aire con fuerza antes de responder.
– A eso me refería –murmuró meneando la cabeza-. Eso es exactamente de lo que estoy hablando. No me está escuchando.
– ¿Disculpe?
– Hubo un tiempo en el que fué un buen policía, pero de eso ya hace mucho. Ahora representa un riesgo. No sólo para usted mismo, sino también para sus compañeros y para el Cuerpo de policía.
– ¿Un riesgo?
– Esta descontrolado –soltó con serenidad-. Necesita ayuda.
-¿A qué se está refiriendo?
– Su inestabilidad –soltó-. Se está volviendo peligroso. Esta volviendo a sus conductas autodestructivas. Esto sólo puede ir a peor. No estoy dispuesto a correr el riesgo de que reviente y contamine a todo el equipo y su trabajo.
– Con todo el respeto, no creo que eso vaya a pasar…
– Ya ha pasado –soltó tajante mientras seguía mirando a través de los cristales-. Anoche, con ese tal “Manny”. No soy de los que da avisos. Soy de los que cortan el problema al primer síntoma. Respeto demasiado a su padre para permitir que se queme en mi comisaría, así que ya he pensado en una solución y no es negociable. Necesita un cambio de aires.
– ¿Me va a trasladar?
El comisario se dio la vuelta y me miró fijamente embutido en su imponente traje de color marengo sin una sola arruga.
– No exactamente –respondió-. Usted va a pedir el traslado. Tiene que alejarse de aquí. No sé es si es esta ciudad o la presencia de su ex mujer, pero hay algo que no le permite ver las cosas con claridad. Sea lo que sea lo que le esté alterando, lo mejor es que ponga distancia de por medio. Atendiendo a su historial, tengo tres puestos que le irán como anillo al dedo –soltó mientras abría un cajón de su escritorio y soltaba sobre la mesa una carpeta de cartulina de color marrón que contenía unas hojas en su interior-. Echele un vistazo y elija la opción que más le apetezca.
– Espere, no puede…
– Termine ese informe, vacíe su mesa, tómese un par de semanas de descanso y elija una opción. Quiero saber su respuesta antes de fín de mes o la tomaré yo por usted. No quiero más excusas.
– ¿Y si me niego?
– Esto no es una negociación –soltó con sequedad-. O pide el traslado o le expediento por mala conducta y recomiendo su expulsión del Cuerpo. Razones no me van a faltar. Esto es lo que hay, ¿queda lo suficientemente claro?
Se produjo un silencio incómodo en el que ambos nos miramos con una mirada férrea por espacio de varios segundos. El comisario se sentó pesadamente en su silla.
– No se equivoque: Lo más fácil sería darle la patada en el culo y echarle del Cuerpo, pero su padre fue un modelo para mí. Se lo estoy poniendo fácil para que no tenga dificultades para reincorporarse sin que se altere su categoría profesional. Ya me dará las gracias cuando entienda este acto de Fe –hizo una pausa de pocos segundos y retomó la palabra-. Sea cual sea la decisión, quiero saberla cuanto antes –murmuró volviendo a tomar unos papeles sobre su mesa y dando la conversación por finalizada-. Es todo. Deje la puerta abierta al salir.
El comisario volvió a centrar su mirada en unas hojas mecanografiadas que había a un lado de su mesa, ignorándome. Permanecí inmóvil unos pocos segundos antes de coger la carpeta, dar media vuelta y abandonar el despacho siguiendo los pasos que me habían llevado hasta allí.
Descendí hasta mi mesa como si fuera un robot con el piloto automático. Mi mente se había ausentado del resto de mi cuerpo. Me senté frente a la pantalla del ordenador todavía tratando de asumir el giro radical e inesperado que había sufrido mi vida.
– Te echaremos de menos –murmuró García, sacándome del eco oscuro y silencioso de mis pensamientos más tenebrosos. Me volví hacia él.
– ¿Lo sabías? ¿sabías que esto iba a pasar?
García dejo de teclear y se volvió a mirarme.
– ¿A que te refieres exactamente? ¿A que volverías a cagarla o que te acabarían apartando?
– No me han apartado –aullé-. Me destinan a otro puesto.
García emitió un suspiro e hizo una mueca de indiferencia.
– Llámalo como te dé la gana.
– ¿Sabes, García? –aullé exasperado-, algún día te romperán esas gafas. Y seguramente ocurra cuando las lleves puestas.
Se hizo un silencio incómodo en la conversación que duró poco menos de medio minuto. A mi alrededor todo seguía igual, excepto mi situación. Suspiré mientras todos los pensamientos caían como un castillo de naipes.
Bajé al bar para quitarme esa sensación incómoda que me había quedado tras las palabras del comisario. Pedí el que sería mi tercer café con leche bien caliente de la mañana y un par de tostadas. A medida que daba cuenta de todo aquello mis emociones más dañinas se suavizaron, pensé en lo ocurrido la noche anterior. No cambiaría nada de lo que hice.
Cuando terminé el desayuno y mis pensamientos se habían medio aclarado durante la media hora que duraron mis reflexiones en el bar, regresé a comisaría decidido a terminar el informe que tenía a medias. García no estaba en su mesa y tampoco había nadie de la brigada. Un irrefrenable sentimiento de nostalgia y vacío me invadió.
Me senté frente al ordenador. El vaso de plástico blanco mortecino estaba frío y reposaba junto al teclado. Fijé mis ojos en la pantalla y después de unos segundos, regresé al informe incompleto y seguí tecleando. No tardé más de quince minutos. De hecho, creo que no fueron ni diez. Imprimí el informe y le eché un vistazo antes de estampar la firma, meterlo en una carpeta y lo dejé sobre la mesa de Carles.
Todavía no eran ni las diez y media de la mañana cuando salí de la comisaría. No recogí nada de la mesa con la vaga esperanza de que con unos días de paréntesis todo volvería a su cauce. Pero eso era una ilusión y en el fondo lo sabía. El comisario no era alguien que diera su palabra y luego cambiara de opinión. No era conocido por eso, sino por todo lo contrario. En su caso, su palabra, y nunca mejor dicho, era Ley.
Deambuleé por la ciudad, paseando como un alma atormentada y vacía que no tuviera donde ír. Pero mis pies sabían adonde se dirigían y mi mente no dejaba de dar vueltas sobre el mismo asunto.
Tomé el metro y después de casi media hora de trayecto y trasbordos descendí en una parada junto a Porta del Angel. Me dirigí hacia un local no demasiado discreto con un enorme cartel de color rojo y letras doradas en el que se anunciaba la compra de oro y otros objetos. Los carteles en la cristalera y la parafernalia que había expuesta no permitía distinguir a nadie tras el mostrador. Empujé la puerta y sonó una campanilla que anunciaba la presencia de un cliente.
Una muchacha joven y de atractivas facciones, de apariencia latina, de tez ligeramente oscura, pelo moreno recogido y unos labios carnosos y rojizos apareció con una sonrisa exagerada detrás del mostrador. Lucía una blusa blanca muy ceñida y un pañuelo rojo al cuello.
– Buenos días –saludó la criatura, a la que calculé poco más de 20 años-, ¿en qué puedo servirle?
– Busco al dueño –solté obviando el saludo pero no la sonrisa.
Aquella respuesta menguó la sonrisa durante unos pocos segundos.
– Lo lamento –respondió con cierta dificultad-. En estos momentos no se encuentra.
– Corta el rollo, guapa –solté echando mano a la placa y a mi sarcasmo-. Sé que está ahí detrás porque huelo su marca de colonia barata desde aquí. Haz el favor de avisarle. Usa el teléfono que sé que tienes ahí abajo. Dile que quiero hablar con él y que será cosa de dos minutos.
La chica siguió con su expresión confusa y sus mejillas sonrosadas a juego con sus labios.
– Lo siento, pero ya le he dicho que…
– No me hagas perder el tiempo –interrumpí con chulería-. Si lo prefieres, podemos ir los tres a la comisaría y perder ahí la mañana. No sé si eso le gustaría a tu jefe.
La chica me dedicó una mirada confusa a través de sus ojos color miel durante pocos segundos. No sabía lo que hacer. Sus pensamientos hacían más ruido que los coches que pasaban por la calle. Tragó saliva y acabó por echar mano al teléfono. Marcó un número y esperó unos segundos.
– Hay un caballero que dice ser de la policía –soltó en un hilo de voz-. Dice que quiere hablar con el dueño.
Hubo una pausa de varios segundos en los que, en sus ojos se reflejó que no le gustaba lo que estaba escuchando. Finalmente asintió como si el que estaba al lado pudiera verle y colgó.
– Espere aquí, por favor.
– Gracias –respondí.
No pasó apenas medio minuto cuando apareció un tipo de complexión delgada con tatuajes en las manos y marcas de golpes y puñetazos ya cicatrizados hace varios años en el rostro. Tenía el pelo ondulado y largo y parecía un matón que se ganaba el sueldo por horas. Lucía una camisa oscura abierta bajo la que llevaba una camiseta blanca y un pantalón vaquero gastado.
– ¿Qué es lo que quiere? –preguntó. Su acento y su pronunciación apuntaban a que venía del norte de europa.
– Ya se lo he dicho a ella. Quiero hablar con el que lleva el negocio.
– Soy yo.
– Debo haberme expresado mal. No me refería al intermediario. Me refería al que lo lleva de verdad. Y por favor, no me haga perder el tiempo o saldremos todos perjudicados.
El tipo no dejó de mirarme a los ojos en ningún momento. Sacarle la placa no hubiera servido de nada. Era un tipo duro. Como ”Manny”. Los trucos fáciles solo funcionaban con muñecas frágiles como aquella que había tras el mostrador, que aún temblaba. El tipo aquel era otra cosa. Parecía esculpido en madera. El silencio duró unos segundos largos.
– ¿Qué asunto desea tratar? –preguntó el doberman.
– Quiero tratar un préstamo que concedió hace unos meses.
– Lo lamento, ese no es nuestro negocio. Como ve, nos dedicamos a la compra venta de oro y objetos valiosos.
Me humedecí los labios.
– Estoy intentando ser cordial, así que no me lo pongas difícil. He venido a tratar con tu jefe. Es evidente que no sabes de qué va esto, asi que búscame a alguien que sí lo sepa.
Decidí soltarle un desafío a ver como respondía y lo hizo tal como esperaba, y antes de lo que esperaba. Llevaba un micrófono oculto en la oreja.
– ¿Qué es lo que desea hacer exactamente?
– Liquidarlo –solté. El tipo no hizo ningún movimiento. Quizá la connotación de la palabra le hacía ser más cauto. Decidí explicarme mejor-. Ya sabe: Liquidarlo. Cancelarlo. Finiquitarlo. Anularlo. Saldarlo. En definitiva, cerrarlo.
Se hizo un silencio de varios segundos antes de que el tipo reaccionara.
– ¿Puedo ver su placa?
– Desde luego –respondí echando mano de la cartera. La abrí y el tipo echó una mirada de poco más de dos segundos y la apartó para estudiar mi rostro.
– Espere aquí.
Hice una mueca de asentimiento. Dio media vuelta y desapareció tras la puerta que le había visto llegar. Esperé apenas un minuto. El tipo volvió e hizo un gesto para que le siguiera al tiempo que volvía a desaparecer puerta adentro.
El tipo abrió el camino a través de una multitud de pasillos que nos sumergían en las entrañas de la tienda. En un momento dado llegamos hasta una puerta cerrada. El tipo dio dos golpes separados y se oyó una especie de lamento desde el otro lado. Abrió y me hizo un gesto para que entrara en una especie de despacho. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con papeles que mantenían un frágil orden. Había mucha luz y una mesa central tras la cual, un tipo de unos cuarenta y pocos años, sin tatuajes visibles, pero con facciones latinas estaba tras un ordenador.
– Pase, agente –murmuró el tipo sin levantarse de la silla y señalando una silla acolchada frente a sí. Su tono era ligeramente latino, pero hablaba con mucha tranquilidad.
– Temo que no me he expresado con claridad –murmuré deteniendo mis pasos a media distancia entre la silla y la puerta-. He venido a tratar con Nixon.
Divisé demasiado tarde que el tipo que me había conducido hasta allí llevaba muy a mano una pistola de pequeño calibre, pero lo suficiente para ser disuasorio. El tipo tras la mesa tomó la palabra.
– Si no me han informado mal, viene a liquidar una concesión de efectivo. Soy la persona que lleva esos asuntos. Conmigo es con quien tiene que hablar.
– No me interprete mal, pero he venido a hablar con Nixon.
– Como sabrá, el señor Zornoza tiene otras ocupaciones y no se ocupa personalmente de todo, así que delega ciertos temas –murmuró-. Por favor, tome asiento.
Me humedecí los labios. Todo mi cuerpo estaba en alerta. Lentamente me acerqué a la silla y acabé por sentarme. Nuestros ojos coincidieron en la distancia que nos separaba.
– Antes de que hable, quiero informarle que está siendo grabado por cámaras. Desde que entró.
– Sé que hay cámaras, pero no micros –solté con un deje-. Un negocio serio y legal no se esconde en la trastienda de un bazar, ¿verdad?
El otro hizo un gesto al tipo que me había guiado, que abandonó el mal llamado despacho cerrando la puerta.
– ¿En qué puedo ayudarle? –inquirió el otro.
– “Manny” Ortega.
El tipo sonrió.
– ¿Debería sonarme ese nombre?
– ¿No le suena?
– Lo lamento –murmuró-. A no ser que disponga de una orden, no puedo darle ninguna información sobre si ese caballero es cliente o no.
– Hace unos meses le prestaron 2.500 euros para financiar un acto criminal.
– Prestamos dinero a mucha gente. Lo que hagan con él es asunto suyo. No preguntamos qué hacen con el dinero que les prestamos. No nos metemos en ese tipo de detalles.
– Ortega fue detenido anoche y no podrá seguir pagando.
Se hizo un silencio revelador que duró unos pocos segundos.
– ¿Y cuál es su papel en esto?
– Yo fui quien le detuvo.
– Comprendo –murmuró lentamente.
– Dijo que tenía un compromiso de pago con Nixon. Temía por la integridad de ciertas personas de su entorno y quería tratar el asunto.
– Debo entender que quiere llegar a un acuerdo –murmuró-, ¿y qué es exactamente lo que me propone, señor… ?
– Una condonación de la deuda. Sé que hace varios meses que os ha estado pagando, así que las pérdidas son mínimas.
El tipo emitió una sonrisa irónica.
– Me temo que eso es inaceptable. Si ese caballero tiene un compromiso con nosotros no tiene otra salida que cumplirlo. Cualquier otra cosa es inviable. Lo lamento.
– De acuerdo –murmuré con un suspiro-. He sido demasiado agresivo. ¿Qué tal una atenuación de los plazos de pago?
El tipo estiró sus labios ligeramente.
– El señor Zornoza no lo aprobaría, así que yo tampoco. Créame que lo lamento.
Se hizo un silencio no demasiado largo.
– Lo intentaremos de otro modo: ¿Cuánto valora su tranquilidad?
El tipo soltó una breve carcajada.
– ¿Me está amenazando?
– No sea idiota. Estamos negociando, ¿no es cierto? Como ha visto soy policía. Puedo venir con mis amigos y registrarte el local. Seguro que tienes todo en regla.
– No encontrará nada. Todo es legal.
– Tal vez, pero es una molestia y eso te puede hacer perder clientes. Es un trato justo. Si yo fuera usted también lamentaría no alcanzar un acuerdo conmigo.
– ¿Esto va en serio? –inquirió calmado.
– Le diré lo que va a pasar porque ya lo sé: “Manny” no va a pagar porque no puede. Entonces presionarán a quien no deben y entonces nosotros, la policía, tendremos que entrar en el asunto. Y ahí es donde usted y ssu negocio saldrán perjudicados. Estoy seguro que su jefe aprobaría el trato que acabo de ofrecerle. El señor Zornoza llevaba el negocio con más habilidad. Sabía cuando ser flexible. Era respetado porque sabía hacer las cosas sin llamar la atención.
De repente, algo saltó en su cabeza, una alarma o algo similar. Se levantó de la silla y acercó su rostro hacia el mío. Su tono ya no era tan comedido.
– Escúcheme bien, pedazo de mierda. No me asusta que sea usted un mal pagado policía. Son todos iguales. Creen que por llevar placa y pistola son los dueños de la ciudad. Vengo de una ciudad donde los polis se compran a kilo. No se le ocurra hablarme de respeto ¡a mí!. En cuanto a lo de su amigo, si es cierto lo que me ha dicho, está bien jodido. Y ahora ¡lárguese de aquí cagando leches!
Suspiré y aguardé unos segundos sentado en la silla, aguantando su mirada.
– Hay algo que deberías tener en cuenta y que tal vez no has pensado: en esta ciudad, los tipos como tú también se compran a kilo. No eres indispensable. Eres uno más.
– ¡Largo! –aulló con firmeza.
El rostro del tipo era un poema tormentoso. Sus ojos eran puñales. En aquel momento supe que había gestionado mal el encuentro. Ya estaba todo dicho. Me levanté de la silla y me disponía a irme cuando la puerta del despacho se abrió inesperadamente, lo que me hizo saltar las alarmas. Eché mano a mi pistola sin llegar a desenfundar, igual que hizo el otro tipo tras la mesa, que sacó una pistola que tenía mas a mano que yo y me apuntó directamente al pecho. En sus ojos ví que no dudaría en disparar.
– Por favor, guarden las armas –soltó Nixon Zornoza entrando en el despacho-. No hay necesidad de todo esto.
El tipo tras la mesa tardó un poco en obedecer. Debía ser una tentación apretar el gatillo. Sin embargo, bajó el arma pero la mantuvo en su mano.
– Bien hecho –murmuró Nixon dirigiéndose al tipo tras la mesa y cogiendo una silla-. Has actuado como espero de ti. Y ahora veamos cómo podemos resolver esta situación. Confío en que entre todos, podremos llegar a un acuerdo satisfactorio.
Hubo unos segundos de tensión y silencio en el que los tres nos acomodamos en sillas. Nixon se colocó a mi derecha, frente al tipo tras la mesa.
Hace poco más de veinte años, Nixon era un matón más al servicio de Carlitos, un conocido narco de origen cubano que tenía varios negocios legales que le servían de tapadera y con los que distribuía droga y blanqueaba el dinero. Cuando un desafortunado incidente en forma de tiroteo acabó con la vida del narco, hubo un vacío de poder que le sirvió a Nixón para tomar la iniciativa y encargarse de varios de sus negocios, que de repente se habían quedado huérfanos. Pasó de vestir camisas de colores a costosos trajes y elegantes telas en el transcurso de pocos meses. A mediados de los noventa, por un motivo desconocido, dejó de lado el tráfico de drogas y se dedicó a otra serie de negocios cuyo límite legal se difuminaba sospechosamente. La última vez que lo había visto hacía un año, y seguía vistiendo trajes de Armani y hechos a medida. De repente, la visión del glamour cayó a un pozo negro cuando apareció vestido con una camisa de colores chillones como si estuviera en mitad de la playa en Miami. A sus casi sesenta años, vestía como un excéntrico.
– Me han dicho que nos había visitado un agente de la policía –comenzó Nixon-, así que he escuchado toda la conversación. Creí que podríais resolverlo sin necesidad de que interviniera, pero lamentablemente, no ha sido así –hubo varios segundos de pausa tras los que continuó hablando-. Lamentablemente, él está en lo cierto. No ofrecemos caridad, sino liquidez. No podemos condonar las deudas porque alguien esté en apuros. Esto, aunque le parezca lo contrario, es un negocio serio. Damos cobertura a clientes que, por sus circunstancias personales, no obtendrían ninguna ayuda de los bancos o entidades de crédito similares. Nosotros ayudamos a las personas a las que nadie más ayuda.
– A cambio de un interés muy elevado que en muchas ocasiones no pueden pagar –solté-. No quiera venderme humo, señor Zornoza. Creo que podemos evitarnos eso.
– Bien, pues vayamos al grano. Si no le he entendido mal, usted ha hablado de una condonación. Quiere que perdone la parte del dinero que todavía nos adeuda alguien que al parecer, es uno de nuestros clientes.
– En realidad, lo que quiero es un poco de flexibilidad con sus condiciones.
– ¿Qué le ha contado ese hombre?
– Que le prestaron 2.500 euros y ha venido pagando durante cuatro meses.
Nixon se volvió hacia el tipo tras la mesa y le hizo un gesto.
– ¿Es correcto eso?
– Sí. Ortega pidió 2.500 euros en mayo y empezó a pagar hace cuatro meses. 300 euros mensuales.
– En resumen…
– Ha pagado 1.200 euros y le quedan siete meses pendientes. 2.100 euros.
Nixon asintió y fijó sus ojos en los míos.
– Eso es mucho dinero, y su ofrecimiento, aunque es podría ser tentador, no es aceptable. Estoy seguro de que lo comprende. ¿Tiene algo más con lo que negociar?
– Puedo dar fe que ese hombre tiene la voluntad de pagar.
– Creo que ambos estamos de acuerdo que eso no es suficiente. Firmó un contrato. Conocía su responsabilidad.
Con el recuerdo fresco de lo que era una mala negociación, decidí intentar algo distinto.
– Puedo ofrecer algunas joyas en lugar de dinero en efectivo. Ortega comentó que había adquirido algunas joyas. Estoy seguro de que aprobaría el trato.
– ¿Y de que me servirían a mi esas joyas? Sólo trabajamos con dinero en efectivo.
– He visto el local que tiene montado. Puede vender esas joyas y obtener dinero en efectivo. En este sitio tiene un montón de cosas que le costaría vender más que unas joyas.
Nixon se quedó dudando unos segundos.
– Le echaré un vistazo a esas joyas y después decidiremos si hacemos un trato. No obstante, quiero que comprenda que es mucho dinero y no tenemos intención de renunciar a él. No sería comercial.
– Soy consciente de ello –respondí, pero di mi palabra y suelo cumplirla.
Nixon hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió hacia Enrique.
– Quisiera hablar en privado con nuestro amigo –murmuró Nixon.
Enrique lanzó una expresión de confusión que duró más de lo aconsejado. Finalmente asintió y un poco reacio, abandonó aquel mal llamado despacho. Cuando quedamos los dos solos, Nixon orientó su cuerpo hacia mí.
– Enrique no es un mal tipo, es honesto y directo, pero le falta visión global. Perspectiva.
– Usted y la chica de la entrada son las únicas personas con las que podría hablar un buen rato sin vomitar. Y ahí incluyo a sus otros dos lacayos.
Nixon soltó una carcajada.
– Me recuerda a ese detective de los años cincuenta de las novelas, el de “el sueño eterno”, ¿sabe a quién me refiero?
– Phillip Marlowe –murmuré-. Era más bien de los cuarenta.
– Un policía culto y entregado a la lectura. Se ve que es usted poco habitual.
– Es uno de los pocos libros que leí cuando era más joven -solté.
– No hay nada peor que los hombres modestos –suspiró con una sonrisa-, ¿no cree, agente Bosch?
– Veo que sabe quien soy –murmuré tratando de ocultar mi impresión.
– También sé que, a pesar de su amenaza, será trasladado a otra ciudad. Su amenaza era un farol.
Era evidente que estaba bien informado. Tenía buenos contactos en todos lados. Incluso en la policía. Mantuve un tono sereno.
– No del todo. Aunque yo abandone la ciudad, tengo compañeros que me deben favores. Y tratándose de usted, estarían más que dispuestos.
– ¿Tratándose de mí? ¿Qué es lo que insinúa?
– Insinúo que nadie en el Cuerpo se cree que dejara un negocio tan lucrativo como el de la cocaína.
– Lo dejé hace años. Mucha competencia. No quería acabar como mi predecesor. No soy estúpido.
– Pero sí ambicioso.
– Todos somos ambiciosos –soltó-. Hay dos clases de personas en el mundo: los que quieren dinero y los que no saben lo que quieren.
– Hay quien diría que el amor es lo que mueve el mundo.
– Y así es –murmuró con lentitud-: el amor al dinero.
Solté una carcajada.
– ¿De qué quería hablarme? –inquirí.
– ¿Usted que cree?
– Creo que sólo pretendía hacerme saber que sabe más de mí que yo de usted.
– Eso también.
– Si lo que va a pedirme es información, lamento no poder ayudarle. Como sabrá, estaba trabajando en la brigada de robos.
– Es todo lo que quería saber –sonrió entregándome la mano-. Que pase un buen día.
Estrechamos la mano y me levanté de la silla al mismo tiempo que Nixon. Me acompañó a la puerta y desde allí, el matón sin nombre que había aparecido primero me escoltó a la salida del local.
Sentí el aliento de su mirada mientras me alejaba calle abajo.
Apenas había avanzado un par de calles sonó el teléfono. Eché un vistazo a la pantalla, apareció un nombre de mujer y descolgué.
– ¿Diga?
– ¿Por eso me hiciste esperar anoche? ¿Para meterle caña a ese tipo? –soltó una voz suave- Creo que deberías revisar tus prioridades.
– ¿Por qué no me sorprende que me llames?
– Sabías que tarde o temprano me enteraría. No se puede decir que hayas sido discreto.
– Te lo compensaré esta noche. No tengo ningún compromiso.
– Eso he oído.
– Te preparo una cena y te lo cuento con detalle.
– ¿A las nueve?
– Hecho.
Escuchaba su voz mientras mi alma en ruinas se camuflaba entre las calles de la ciudad.
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