Por Miguel Angel González
En las últimas décadas, la ciudad de Ibiza ha cambiado más que en los mil últimos años. Para mal. Porque nuestra generación ha tenido el dudoso privilegio de presenciar su progresiva despersonalización y su imparable deterioro. Alguna vez he dicho que, al hablar de Vila, sólo consigo identificarme con la ´ciudad antigua´, Dalt Vila, la Penya y la Marina. Y no consigo, en cambio, reconocerme en el Ensanche, esa extensión anodina crecida allende el Club Náutico y Vara de Rey. Y no es nostalgia si por ella entendemos el deseo de volver al ayer. Es un sentimiento de pérdida y ausencia. El mundo que nos hizo como somos ya no existe, y aunque la ciudad sigue ahí, la vemos como un proscenio vacío.
Hace algunos meses, entré en el bar del Pereira y vi abiertas las puertas del entrañable teatro. Me asomé a la desangelada platea y en un instante comprendí la situación que vivimos: la sensación de abandono que experimentamos al caminar la ciudad es la misma que me producía el vacío del viejo Pereira, la misma que nos asalta al pasear como fantasmas las calles de Dalt Vila y la Marina, buscando una vida que se ha diluido: la ciudadela está ´museizada´, la Penya es un gueto impracticable y la Marina un escaparate estacional que sólo abre sus puertas en verano para vender souvenirs. El divorcio de la ciudad y los muelles es total y el paseo de Vara de Rey, en vez de continuar siendo la plaza o el salón urbano que era, se ha convertido en una guisa de corredor o lugar sólo de paso entre la Ciudad Vieja y el Ensanche.
Pero si hay un lugar en el que esta sensación de deserción y abandono es especialmente punzante es en el Mercado de frutas y verduras. Y es comprensible que así sea, porque lo que hoy llamamos Mercat Vell era, en tiempos, el centro neurálgico de Vila, el corazón de la ciudad, un corazón que allí latía como en ningún otro lugar. En la plaza del Mercado desembocaban cinco calles: la del Bisbe Torres Mayans, que era ciega pues terminaba en el paredón de la muralla; la de las Verdures, que enlazaba con la del Carbó para subir al barrio de la Penya; la calle del mestre Joan Mayans, que haciendo una ese salía a los muelles por Emili Pou; la calle de Antoni Palau, que seguía en Aníbal y que nosotros llamábamos ´de las Farmacias´ por sus cuatro apotecas; y finalmente, en el mismo frontis del Mercado, bajaba la rampa que comunicaba Dalt Vila y la Marina. Pero lo que le confería centralidad al lugar no era sólo esta convergencia callejera ni su situación en el corazón de la ciudad, sino el hecho de ser un mercado, un lugar que por sí mismo generaba vida, focalizaba la común necesidad de embaular y creaba el comercio principal de la ciudad.
A la plaza llegaban al alba los payeses que vendían su género a los asentadores y éstos, a su vez, a las amas de casa que durante toda la mañana acudían en interminable rosario con sus capachos a por todo lo que necesitaban para sus fogones. Pero con ello no he descrito, ni de lejos, el festivo batiburrillo del Mercado, una babel abigarrada de imágenes variopintas y cambiantes. Para hacernos una idea aproximada del paisaje urbano de la plaza necesitamos visualizar la privilegiada situación del porticado templete, verdadero proscenio frente al espectacular anfiteatro del recinto amurallado. Precisamente, el edificio de la plaza se asienta en el mismo eje de la rampa que desciende desde el espectacular Portal de las Tablas, acceso principal de la Ciudadela. Y luego está su edilicia clasicista, un columnario jónico con techo a dos aguas y con sus vigas a la vista, que crea un espacio semiabierto en el que juegan las luces y las sombras. Lo sorprendente, sin embargo, era que aquella arquitectura purista, armónica y académica, casaba bien con la rusticidad de los toldos marineros que, en todo el perímetro exterior del mercado, iban desde las columnas a los plátanos que quedaban al final de las aceras y ampliaban el espacio de venta con cestos y cajas en las que se amontonaban los frutos del campo: berenjenas, patatas, moniatos, cebollas, zanahorias, lechugas, tomates, pepinos y calabazas, además de todo tipo de frutas según fuera la estación, higos, uvas, caquis, manzanas, granadas, naranjas, sandías y melones. Y allí se arrimaban también las caballerías y los carros. Y los municipales, que, con el retén a un tiro de piedra, gustaban de curiosear y apremiaban al payés para que no se entretuviera en la carga y descarga de sus mercancías; mientras, las mujeres iban y venían, miraban y remiraban el género y los precios, para, finalmente decidirse por lo que habían visto en la primera parada. Y como todos hablaban a un tiempo y no se oían, todos gritaban.
Y así pasaba la mañana en un maravilloso y alegre guirigay hasta que, al llegar el mediodía, los payeses abandonaban con sus carros la ciudad, los clientes volvían a sus casas, los vendedores iban recogiendo velas y se apagaban las voces. Para entonces, Portmany, el pintor de cálamo y aguadas, como si fuera un notario que levantara actas de la vida cotidiana, había recogido en sus cartones, para la posteridad, cien escenas con todo el movimiento de aquel mundo entrañable del mercado.
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