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Las huellas perdidas (I): El Hallazgo

posted by Vicente
Las huellas perdidas (I): El Hallazgo

Por @Vicent_Mari

 

      Orillas del Mar Muerto, junio de 1.984

 

     Había andado durante más de tres horas con aquel sol abrasador. El turbante apenas le protegía. El burro que le acompañaba llevaba una bolsa a cada lado, con cuerdas, un pico, una pala, una linterna reparada con cinta adhesiva y algo de comida y agua.

     Era temprano aquella mañana cuando salió, esperando escapar de las horas de mayor calor, y había dejado a su hijo al cargo del rebaño mientras él iba a investigar. La tela sucia y rota se le había pegado a la espalda.

     Sacó una pequeña cantimplora plana y le dio un pequeño trago antes de volver a depositarla en el interior de la bolsa que llevaba el animal. Caminaba por el interior de un cañón, ayudado por pequeños retazos de sombra que le provocaban fugaces momentos de alivio.

     Suspiró. Estaba cerca.  

     Desde que se habían descubierto los rollos del mar muerto en distintas cuevas de la zona, los investigadores europeos se habían afanado en buscar cuevas ocultas en las que podrían encontrarse más manuscritos por la zona.

     El conocía una. Y estaba seguro que nadie había entrado en ella en mucho tiempo. Los investigadores buscaban por las proximidades en las que habían aparecido los rollos. El se encontraba más al sur.

     La cueva estaba situada en una pared, junto al suelo, y aunque la abertura de entrada era muy pequeña, confiaba en poder entrar. Estaba a varias horas de camino desde su aldea. Había iniciado el camino temprano y regresaría al ocaso. Cuando la descubrió, a los doce o trece años, oculta tras una roca junto a enorme pared rocosa, mientras su ganado pastaba, se preguntó si podría entrar y penetrar en sus tinieblas.

     Casi cuarenta años después, había oído que ciertas personas interesadas pagaban muy bien los hallazgos que se producían por la zona. Recordó esa entrada en la roca, abierta como una herida.

     Sin embargo, él no iba buscando reliquias. Eso era como un premio de consolación. Iba buscando algo más tentador.

     Aunque no había sido más que un pastor toda su vida, todos habían oído que en uno de los rollos que habían encontrado en la zona, al lado de un asentamiento esenio, el manuscrito de cobre hablaba de un tesoro oculto, enterrado en alguna parte. Oro, plata y piedras preciosas yacían en algún lugar, esperando a que alguien los descubriera.

     Desde que, siendo muy joven, había escuchado la leyenda de ese tesoro oculto, había imaginado que un día, descubría esos lingotes y piedras preciosas.

     Continuó caminando a través de aquel cañón, tratando de escapar de aquel sol ardiente y despiadado que abrasaba la tierra y la carne que encontraba a su paso. El paisaje árido levantaba una pequeña nube de polvo a cada paso.

     Se secó el sudor de la frente con las mangas del puño y continuó avanzando pesadamente. El cañón serpenteaba a través de un vasto desierto de piedras y polvo, en el que apenas crecía una vegetación aislada.

     El animal emitió un rebuzno, cabrileteó un poco, pero le estiró las riendas y continuó caminando, soltando algunos rebuznos en forma de protesta. 

     Al cabo de unos minutos, divisó la roca que ocultaba la entrada y los pequeños matorrales que ahora crecían alrededor.

     La mirada se le iluminó. Se detuvo frente al agujero. Se agachó y apartó la vegetación que se había acumulado a su alrededor. Comprobó que era una pequeña abertura, de apenas dos palmos que quedaba oculta tras los matorrales.

     Tomó la linterna y volvió a agacharse en el suelo, de rodillas. El haz de luz se abrió paso a través de las sombras hostíles que poblaban la cueva. No se distinguía nada que no fuera silencio y oscuridad.

     Apagó la linterna y echó un vistazo a la abertura de entrada. Primero tendría que apartar la roca que obstaculizaba el paso. Utilizó la fuerza de sus pies contra la pared y colocó su espalda contra la roca para apartarla. El esfuerzo fue intenso, pero finalmente, al cabo de varios intentos, consiguió desplazar la roca. 

     Exhausto, tomó un potente trago de agua y ató al animal. Tomó un nuevo trago de agua para coger fuerzas antes de empezar a trabajar.

    Echó mano del pico y se dirigió hacia la abertura. Quitó la planta que tapaba la entrada, arrancando su raíz y echándola a un lado. Observó nuevamente la entrada y clavó la punta del pico cientos de veces sobre la roca.

     Varios desconchones cayeron al suelo durante la  media hora que estuvo picando. Gruesas gotas de sudor cubrieron su piel y cayeron al suelo, donde se consumieron de inmediato.

     Se detuvo para ver su obra. Había agrandado unos pocos centímetros la entrada, pero todavía no era suficiente.

     Volvió al animal y bebió agua de nuevo. Sus manos doloridas y sangrantes volvieron a coger el pico, que se clavó una y otra vez en la piel de la roca hasta que de pronto, esta cedió y se rompió en pedazos. Lo único que obstaculizaba la entrada entonces era tierra. Clavó el pico con energía, apartando la tierra y dejando una abertura más que suficiente para entrar.     

     Cansado, tiró el pico a un lado y tomó la linterna de nuevo. Se agachó y echó un vistazo al interior. El silencio y oscuridad que habían gobernado aquel interior dejó paso a un tímido rayo de luz que descubrió una sala de unos cinco metros de ancho de forma circular, y de poco más de un metro de alto que le impedía ponerse en pié.

     Entró lentamente, arrastrándose. Echó una mirada a la sala. No había nada excepto rocas. El desánimo se abatió sobre el pastor.

     “Tanto trabajo para nada”, pensó.

     De repente, observó sorprendido que, en uno de sus lados, la sala circular daba lugar a un pequeño pasaje que se adentraba en la montaña.

     Siguió avanzando en la cueva. Movía la linterna hacia todos lados, buscando no dejar nada. Proyectaba el haz de luz de un lado al otro, buscando. Cuando esperaba llegar al final, descubrió que el pasaje se hacía más ancho.

     Sentía la ropa pegada a su piel. La linterna se apagó de repente, y le dio un par de golpes. El haz de luz volvió a abrirse paso en la oscuridad. Siguió avanzando. Al cabo de unos seis o siete metros, descubrió que el pasaje daba a una sala en la que incluso podía ponerse de pié.

     Se levantó y permaneció de rodillas, sin moverse del sitio, moviendo la luz de la linterna de un lado a otro. Las sombras fantasmagóricas que proyectaban las piedras no dejaban claro lo que tenía delante.

     Se puso de pié y giró sobre sí mismo, con el fín de distinguir donde estaba y lo que había a su alrededor. Sorprendido, observó que estaba en una sala redonda que debía medir unos ocho o nueve metros de diámetro. El techo formaba una especie de cúpula rocosa.

     Sintió una punzada de emoción. El haz de luz de la linterna se detuvo en un hueco en la pared, aunque no se distinguía nada concreto. Junto al hueco, alguien había garabateado unos símbolos, tallándolos en un bajo relieve.

     El pastor iluminó el interior del hueco y se acercó tímidamente. La visión de lo que encontró le aterró ligeramente, pero fue algo fugaz.

     En la pared se habían excavado unos agujeros rectangulares en forma de tumba, uno sobre otro, en el que habían depositado los cadáveres de cuatro personas y en los que ahora descansaban sus huesos. Seis cuerpos en total.

     El pastor tragó saliva y observó detenidamente el esqueleto, sin atreverse a tocar. Dirigió la luz al esqueleto que estaba más abajo, y se quedó mirándolo fijamente. Tras observar unos pocos segundos, el haz de luz se desplazó hacia el otro lado, donde estaban los otros dos esqueletos. En uno de ellos distinguió algo que los demás no tenían.

     Al lado del cráneo, a poca distancia de él, descansaba una caja de madera de unos dos palmos de largo por medio de altura. Estaba allí, esperando que alguien la rescatara de aquel silencio en el que la habían sumergido.

     El pastor la cogió, imaginando que se trataba de aquel tesoro de oro, plata y piedras preciosas que tantas veces había imaginado.

     Se arrodilló, depositó la linterna en el suelo y la abrió lentamente, con las manos temblando de la emoción. Su contenido fue decepcionante. No había oro, ni plata ni objetos de valor. Dos pergaminos enrollados, estaban depositados en el fondo de la caja.

     Decepcionado, el pastor tomó uno y lo abrió. Tomó la linterna y el haz de luz apuntó directamente al pergamino.

     Llevaba algo impreso, pero los trazos estaban muy difuminados. Apenas podía distinguirse si lo se trataba de un dibujo o de alguna otra cosa.

     Dejó ese pergamino y cogió otro. Los trazos de este mostraban colores negros y rojos muy erosionados. No se apreciaba nada de forma concreta. Este, sin embargo, parecía más un dibujo por los colores que se apreciaban.

     Cuando ya empezaba a maldecir su suerte, el haz de la linterna se detuvo en otro objeto. Salvo que este no contenía ningún esqueleto.

     Parecía una caja rectangular de roca que descansaba sobre una superficie de roca que la levantaba del suelo y que había sido esculpida en la roca.

     Pensando que sus días de pobreza habían terminado, se acercó a la caja y la observó fascinado. Medía poco más de dos palmos de ancho por unos tres de alto por un fondo de dos palmos y medio. Destacaba en su lado más ancho una especie de inscripción. La enfocó con la linterna, pero no identificó los símbolos.

     Buscó la tapa de la caja, y  la luz de la linterna encontró un dibujo realizado en bajo relieve. No se distinguía demasiado bien, así que sopló por encima y apartó una capa de polvo que cubría la tapa. Parecía una estrella con siete puntas, envueltas en un círculo que las protegía. Observó el dibujo durante varios segundos. Finalmente, tragó saliva.

     Sonrió. Había encontrado su tesoro.

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