Por Laura Gutman
¿Qué quieren los padres para el futuro de sus hijos? Que sean personas felices, amadas, que contribuyan a hacer del mundo un lugar mejor. Pero, ¿que aprenden los niños en la escuela? Inglés, matemáticas, informática… El debate sincero sobre para que sirve la escuela es hoy más urgente y necesario que nunca.
La escolaridad masiva es, sin duda, un derecho adquirido hace apenas un siglo en los países desarrollados con la finalidad de que todos los niños sean alfabetizados. Algunos de nuestros abuelos o bisabuelos –es decir, no hace tanto tiempo- no tuvieron esa oportunidad. Es lógico, entonces, que compartamos un altísimo respeto por la educación escolar. Sin embargo, hoy el sentido de la escuela ha cambiado. La vida de los niños está organizada en torno a la escolaridad, sobre todo, porque los adultos la necesitamos para dejar a los niños en algún lugar mientras trabajamos.
Dentro de una comunidad determinada, transitamos vidas bastante parecidas, perpetuando pensamientos convencionales. Suponemos que si algo “funciona”, seguirá perpetuándose como un suceso positivo e incuestionable. Pensar que la escuela es buena e indispensable, que es el lugar donde todos los niños se educan y aprenden y es absolutamente necesaria para que tengan éxito en la vida adulta nos parece coherente. Pues bien, tratemos de liberar los pensamientos a ver que otras ideas surgen, más adecuadas al momento actual. Seamos capaces de polemizar sobre lo aparentemente incuestionable: quizás podamos mejorar algunas realidades a las que estamos sometidos, grandes y pequeños.
Resulta gracioso que, desde el embarazo, algunas padres estemos ansiosos por inscribir a nuestros hijos en la “mejor escuela”. ¿Qué significa “la mejor escuela”? Aquella en la que “aprenda más”. ¿Qué debería aprender? Inglés, claro, sin inglés no irá a ninguna parte. E informática, porque si no sabe usar un ordenador no conseguirá trabajo. ¡Y matemáticas! Si no es bueno en matemáticas, será un desastre… También consideramos que una “buena escuela” ofrece “muchas actividades” que agregan más y más horas de clases. Suponemos que así el niño aprenderá muchas cosas y tendrá herramientas para trabajar y ganar dinero cuando sea mayor.
Reconocer la verdad
Pero… ¿Realmente enviamos a los niños a la escuela para que aprendan? Por debajo de los propósitos bienintencionados hay una realidad palpable y cruda: el niño debe estar en algún lugar porque la madre y el padre trabajan. No hay otros adultos que puedan cuidarlo: la abuela también trabaja o vive lejos o no tiene ganas…, las amigas también trabajan y han dejado a sus propios hijos, además “todos los niños van a la escuela…”. Es decir, que la cuestión principal es la organización social: los niños van a la escuela mientras los padres trabajan. Y ya que pasan tantas horas allí, lo ideal es que hagan algo útil, como por ejemplo, estudiar para saber más. Bien, no hay nada malo, pero empecemos a sincerarnos: la mayoría de las materias que están obligados a estudiar nuestros hijos o no les interesa, o no les gusta o las padecen. Entonces… ¿aprenden algo?
Pensémoslo así: ¿cuántas de las materias aprendidas en la escuela, entre los seis y los diecisiete años recordamos? Hemos aprendido a leer y escribir y somos capaces de realizar cálculos sencillos (¿acaso recordamos cómo calcular los algoritmos?). Tratemos de recordar algo realmente valioso que hayamos aprendido en la escuela. Pongámonos las manos en el corazón, cerremos los ojos y meditemos un rato. ¿Qué recuerdos aparecen en primer lugar? El maltrato, el autoritarismo, el miedo, el frío, el terror a no saber, el estrés de los exámenes, el temor o la rabia hacia un maestro castigador… Quizá algunos de nosotros no tengamos recuerdos tan nefastos, pero somos minoría. ¿Qué aprendimos nosotros en la escuela? Con certeza, a sobrevivir. A engañar para no ser descubiertos. A juntarnos con otros para ser más fuertes. A pelear. A mentir. A esquivar. Qué bonito es ir a la escuela.
Preguntas fundamentales
Dejemos los recuerdos de nuestra infancia y pensemos en nuestros hijos. ¿Van contentos a la escuela y nos piden que los llevemos? ¿No? ¿Y por qué lo hacemos? ¿Por qué lo hemos pasado peor que ellos y es nuestra revancha? ¿Porque es lo correcto? ¿Hemos pensado en ello sinceramente, considerando que es un tema fundamental en la vida de nuestros hijos?
¡Que lío! Sin embargo, en algún lugar tienen que aprender a leer y escribir, nosotros no tenemos tiempo ni paciencia para enseñarles. Además, aprenden otras cosas importantes: historia, literatura, arte… Socializan con otros niños…
Pues bien, si estamos de acuerdo en que los niños necesitan socializar, estamos hablando otra vez de organización comunitaria. Está claro que en nuestra sociedad, los padres trabajan y los niños van a la escuela. Si un niño no va a la escuela, no encontrará a otro niño en otra parte. Esa necesidad de que los niños conozcan a sus pares/iguales es algo que hemos delegado en la escuela, aunque esta no sea su función, porque no lo tenemos en ningún otro ámbito. Dicho de otro modo, podríamos inventar otros ámbitos de socialización sin imponer un programa de estudios.
Recuperar el amor por el aprendizaje
Que los niños pasen tantas horas en la escuela y, en consecuencia, tengamos que ir inventando más programas para que estudien es una consecuencia directa de la necesidad de los padres de que los niños estén cuidados en algún lugar, y en lo posible, ordenadamente. No hemos pensado qué necesitan los niños sino que hemos dado prioridad a lo que necesitamos los padres. A partir de este “acomodamiento” a nuestras necesidades, podremos justificar cualquier cosa.
Cuanto más tiempo pasan en la escuela, menos tiempo están en casa. Es decir, el niño tendrá menos tiempo de intimidad familiar, jugará menos, disminuirá el contacto cariñoso con sus padres o hermanos. Más exigencia para adaptarse a ámbitos grupales y menos adultos que puedan prestarle una atención exclusiva. En este punto ya tenemos al niño en peores condiciones emocionales. Tengamos en cuenta que no es posible aprender si no estamos en excelente relación afectiva con el individuo que nos acerca la experiencia (en este caso, el maestro o profesor). Esto sucede a los dos años, a los diez o los cuarenta. Amamos el aprendizaje sólo cuando disfrutamos de la experiencia del acceso a un nuevo saber. Entonces, es poco probable que el niño aprenda algo valioso si no está feliz en la escuela, si no ama a su maestro, si no se siente valorado, observado, avalado y sostenido. Si todavía pensamos que la escuela es un sitio adecuado para aprender, consideremos entonces en cuántas escuelas se da prioridad al vínculo afectivo entre maestros y niños. ¿Cuántas veces un maestro visita la casa de sus alumnos? ¿Las instituciones educativas tienen en cuenta las problemáticas emocionales y afectivas que carba cada niño? ¿No hay tiempo? Y si no lo hay… ¿Tiene sentido que vayan a ese tipo de escuelas todo el día?
Y desde el punto de vista del maestro, ¿a alguien le importa qué capacidades psíquicas y afectivas tiene para abordar a los niños en toda su dimensión? ¿La escuela se ocupa de formarlo dentro del abanico del conocimiento humano, de la psicología, de las necesidades específicas de los más pequeños? ¿Un maestro puede estar a cargo de un grupo de niños sólo por saber matemáticas o inglés? ¿Por qué delegamos en acceso al saber, la educación y los valores morales en personas que apenas conocemos? ¿Sabemos qué es lo que hacen los niños en la escuela?
Definitivamente, la escuela tal como la concebimos hoy sirve para que los niños no nos molesten. Si eso es lo que pretendemos, pues no hay nada que cambiar. Si aceptamos que los niños pueden aprender más frente al ordenador que en la escuela, más con los amigos que en la escuela, más en un campamento o en un viaje que en la escuela… es evidente que tendremos que modificar nuestro concepto de escuela. No parece el lugar donde se aprende.
Escuelas de niños felices
El tiempo de los niños vale oro. Ellos absorben todo lo que ven y, especialmente, todo lo que sienten. Es posible imaginar una escuela creativa, adaptada a las necesidades reales de cada niño. Una escuela alegre, divertida, simpática, donde cada niño sea invitado a desarrollar sus mejores cualidades y a valorar las virtudes de los demás, que serán diferentes. ¿Acaso no podemos acercarnos de corazón a corazón, adultos y niños? ¿Es tan difícil quitarnos las caretas y enseñar lo que nos apasiona en lugar de lo que es obligatorio sin que sepamos por qué? ¿Somos capaces de aprender de los niños? ¿Es tan difícil dejar que los niños sean también nuestros maestros? ¿Se caería el mundo, perderíamos el orden jerárquico? Seguramente, circularía un mayor compromiso, un mayor cariño y, por lo tanto, mucho más respeto hacia los mayores. ¿Somos capaces de respetar a los niños si nosotros no fuimos respetados de niños? ¿Podemos sanar esa rabia hoy haciendo el bien? ¿Nos interesa construír un mundo donde ír a la escuela sea tan bonito, alegre y saludable como ir de paseo? Qué mundo sería ese, con escuelas repletas de niños felices. Qué inteligentes y sabios devendrían.
Extraído de la revista Mente Sana, nº 52, diciembre de 2.009
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