Por Miguel Angel González
Para hablar de la plaza de la Catedral no nos bastan las crónicas que sólo recuperan el momento en que se construyeron los edificios que la conforman en la actualidad. Y eso fue ayer. Los vestigios tardo-púnicos, que han aportado las recientes excavaciones realizadas en el subsuelo de la Catedral y del Castillo nos permiten retroceder, casi, hasta los tiempos fundacionales. Pero es igualmente importante que en el mismo solar hayan aparecido huellas islámicas y romanas que confirman un hecho relevante: que este pequeño vértice de la plaza ha estado habitado, sin solución de continuidad, casi tres mil años.
Este dato debería bastar para infundirnos, al hablar de la plaza –y más al hollarla– un profundo respeto. De hecho, nadie que haya estado en ella y yo conozca me ha negado que el lugar tiene ´algo´ tan indefinible como perceptible y que sólo podemos llamar carisma, carácter o aura. Sabemos, cuando estamos allí, que se trata de un lugar especial que nos trasciende y nos transmite resonancias de otros tiempos. Pero si nos preguntamos a qué se debe tan extraña sensación –común, por otra parte–, no sabría qué decir. La hermenéutica del lugar permanece secreta y lo único que podemos hacer es intentar arañarla.
En todo caso, podemos empezar por lo más fácil, por la fisonomía de la plaza y la lectura de sus piedras. Es importante porque el hombre no puede amar una ciudad sin rostro, una casa donde sus pasos no tengan sentido. Los hombres habitan la ciudad y el sentido de las cosas depende precisamente de su habitación y de las complicidades que consigan con ella.
De planta trapezoidal irregular, la plaza es un espacio cerrado por cuatro edificios de cierta relevancia, la Curia, el Museo Arqueológico, la Catedral, el Castillo y el Palacio Episcopal. A la plaza se llega por el carrer de santa María y sa Portella o, si lo preferimos, por Joan Roman, Sant Ciriac i Major. Por un angosto pasaje entre la Catedral y el Castillo, la plaza sale al baluard de Sant Bernat que mira al sur, al mar y Formentera; y por una portalada que queda entre la Catedral y el Museo, se accede al otro bastión de Santa Tecla, con vistas sobre la ciudad y la bahía.
Finalmente, entre el la Curia y el Museo la plaza ofrece un magnífico balcón que se abre al norte, sobre la Marina, el puerto, el llano y las montañas. Se trata, en fin, de una plaza pequeña y recogida en la que todo el protagonismo, por su mayor volumetría, lo tiene la Catedral, un edificio de fábrica castrense que transmite una sensación inequívoca de peso, firme asiento y solidez. Roca sobre roca. De nuestro templo mayor suelen subrayarse las trazas góticas de la torre, el ábside y la sacristía, pero lo cierto es que domina la reconstrucción de la nave que, en un barroco pobre, se hizo el s. XVIII.
La catedral ibicenca no es un edificio relevante por su arquitectura, pero sí por su fortaleza y sobriedad, por su sobresaliente ubicación –su campanario es un auténtico mástil urbano– y por el tremendo contraste que experimenta el visitante que pasa de sus severos y grises paramentos exteriores al luminoso blanco del enjalbiego interior, sencillo y acogedor. Lo cierto es que, a pesar de su modestia, la Catedral devora la plaza en la que los otros edificios tienen sólo un papel de acompañamiento. No creo necesario detenerme en ellos, pues su descripción minuciosa la tenemos en la Enciclopedia d´Ibiza i Formentera.
Con referencia a ellos y a la configuración de la plaza sólo apunto un detalle que desmerece: el hecho de que falten las arquerías que enmarcaban el mirador, entre la Curia y el Museo, dejando un vacío que subraya la severa ortogonalidad del museo que desde la Marina se ve como un horrísono casón que, como si fuera un pegote, un añadido, ciega el frontis de la Catedral. Un defecto que subsanaba la hilatura de las desaparecidas arcadas que podrían recuperarse.
Y descrita sucintamente la plaza, pasamos al aspecto que más nos interesa, el por qué de su poder evocador. Aquí conviene decir que, en los tiempos antiguos, los lugares fundacionales respondían, más que a razones estratégicas, a cierta revelación primordial o señal que sólo los sacerdotes captaban y que descubría determinado espacio como propicio.
Esta hierofanía o manifestación trasfiguraba y singularizaba el lugar como ´sagrado´, separándolo del espacio pagano circundante; marcaba el lugar no sólo como ´centro´ y axis mundi, sino que aseguraba la persistencia de la sacralidad en el futuro: el lugar quedaba convertido en una fuente inagotable de fuerza y el hombre que penetraba en ella participaba de su sacralidad. Esto nos hace sospechar –como muchos sostienen– que dónde hoy está la Catedral, pudo haber en otros tiempos una mezquita, un templo romano y un santuario cartaginés. Es un caso que se repite: la mezquita de Córdoba es hoy un templo cristiano y la Giralda, que es hoy campanario de la catedral sevillana, fue la torre desde la que llamaba a la oración el muecín.
El hecho es que estos espacios sacralizados y fundacionales solían estar, como sucede en Dalt Vila, en un lugar elevado en el que se unen la tierra y el cielo. Así sucede en el monte Meru en la Índia, en las pirámides amerindias y en los ziqqurats mesopotámicos. El monte Tabor significa omphalos, ombligo, ´centro´. Y en la terminología mesopotámica el templo se llama ´casa encumbrada´ o ´casa alta´. Al subir a un lugar elevado en el que el templo tiene su asiento –y es exactamente el caso de la plaza de nuestra Catedral–, el peregrino se va acercado al centro del mundo y, al llegar a la terraza superior, trasciende el espacio profano, experimenta una ruptura de nivel y penetra en el suelo purificado que habitan los dioses. Es el poder inefable y evocador del vértice urbano que comentábamos al principio, ese ´algo´ que transmite el lugar y que sentimos vivamente, pero que no entendemos ni podemos explicar.
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