Por Miguel Angel González
El Parque, la plaça del Parc, no ha tenido la suerte de otros espacios públicos de la ciudad, caso de la plaça de la Catedral, la plaça d´Espanya, la plaça de Vila, la plaça del Sol, la plaça de la Font, de Sant Elm, de la Constitució, de la Tertúlia o de Antoni Riquer. Todas ellas han tenido una discreta evolución, conservando relativamente bien su fisonomía y su carácter. El caso del Parque ha sido diferente. Los distintos equipos del gobierno municipal –no sé por qué– la ´han tomado´ siempre con el Parque: lo que unos hacían, otros lo deshacían. Y vuelta a empezar.
Según han pasado los años, se han sucedido las remodelaciones: unos quitaban los estanques y otros colocaban estatuas; cambiaba el Consistorio y los recién llegados plantaban arbolitos que el equipo siguiente eliminaba para modificar el pavimento. Sin consultar al personal, naturalmente, que para eso tenía sus sabios el Ayuntamiento. Y no es que, con todo ello, uno critique la forma que el Parque tiene hoy. Creo que fue una idea excelente suprimir los viales del entorno, pues la plaza ha ganado espacio y hoy es totalmente peatonal. Pero tampoco echemos las campanas al vuelo, porque su actual configuración también tiene sus inconvenientes.
De una plaza que recordamos con parterres, árboles y agua, hemos pasado a un espacio duro, totalmente adoquinado, con unos raquíticos arbolitos y el incordio de que el lugar, por su actual planteamiento, se haya convertido en una terraza de bares –algo tendrá que ver en ello el Ayuntamiento–, cosa que no estaría mal si las licencias no se dieran, como se dan, sin orden ni concierto. El hecho es que hoy tenemos el Parque convertido en una concurrida terraza mediterránea, con el ´pero´ de un zafarrancho musical y circense desmedido y continuo que, sobre todo en verano, fastidia sobremanera a los vecinos que, por sus denuncias, desde hace algún tiempo, ya se saben el teléfono de la Guardia Urbana de memoria. Y es que el Parque ha dejado de ser lo que era, uno de los espacios más tranquilos de la ciudad. Hoy, entre junio y septiembre, es una babel. Y es una pena. Porque el Parque tiene, con relación a otras plazas de Vila, algunas ventajas: está en el mismo centro de la ciudad, circunstancia que la hace extraordinariamente cómoda y accesible; no es una plaza de paso ni vestibular como puede ser, por ejemplo, la plaza del Sol; no es ni grande ni pequeña, y su medida justa permite que podamos abarcarla desde todos sus rincones; es una plaza que, por la sencillez de sus edificios, nos abraza sin ahogarnos, dándonos un ámbito recogido y acogedor; y por si fuera poco, tiene en el lado sur, como telón de fondo, el formidable lienzo de muralla que va del baluarte de Sant Joan al del Portal Nou.
He acudido, como suelo hacer, a nuestra Enciclopedia, EIF, y he podido ilustrarme con los antecedentes de la plaza que recoge Joan A. Torres Planells, compañero de página en estos papeles y vecino del Parque. Por él sabemos que el lugar fue zona de aiguamolls, conocida después como l´Hort de sa Tarongeta. Y que la plaza se configura en los finales de s. XIX, una vez construido el teatro Pereira, tiempo en que los payeses aprovechaban el lugar para dejar, a la sombra de las enramadas y cañas de s´Amarradero, sus carros y caballerías. Finalmente, fue en 1946 cuando el Ayuntamiento de Vila encargó a don Josep Zornoza Bernabeu, director de la Escuela de Artes y Oficios y regidor del Consistorio, el proyecto del que sería el primer parque de la ciudad, razón de su genérico nombre: El Parque o Plaça del Parc. Y desde entonces ha pasado de todo: ha sido estación de autobuses, mercado de verduras, aparcamiento y patio de recreo de una escuela vecina. Los cambios de forma y mobiliario se han sucedido hasta llegar a la plaza que vemos hoy, reforma que inauguramos en 1993. Y aunque entre todas las versiones que el Parque ha tenido me quedo sin dudarlo con la plaza de hoy –sin la zarabanda de titiriteros que dan la murga impunemente–, también conservo un magnífico recuerdo de la primera plaza que vi la de los estanques con nenúfares, angelitos meones y el croar de las ranas que le daban al lugar un tono pacífico y rural. Con aquellos sacrificados batracios experimentamos una cirugía rudimentaria y criminal, amén de proporcionarnos no pocas alegrías cuando soltábamos algún viejo sapo en la escuela de don Ernesto. Me quedo, en fin, con aquella plaza de niños que jugaban y que tuvo también sus bancos del si no fos donde hilaban su cháchara los viejos. Y que todavía tenía pequeñas tiendas familiares, un colmado, una verdulería, una bodega, una barbería y una oficina de correos, mismamente como las que sacaba en sus películas Berlanga. Me quedo, en fin, con aquel Parque enmarcado en cuatro calles en las que muchos aprendimos a montar en bicicleta y que tenía en sus parterres aquellas flores diminutas, rojas y amarillas, que los niños libábamos en la base de sus tallos como si fuéramos abejas.
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