Por Miguel Angel González
Uno de los rasgos más significativos de la vida rural en nuestras islas ha sido que sus gentes, por necesidad, han sido siempre capaces de encontrar utilidad a todo lo que la naturaleza les brindaba: el payés mantuvo siempre el ancestral hábito recolector y en este encuadre se sitúa la costumbre de trabajar las fibras vegetales: caña, palmito, enea, junco, gamón, cáñamo, pita o esparto. Familiarizado con las plantas que crecían de forma espontánea en su entorno, el payés conocía sus ciclos y sabía aprovecharlas.
La recolección la hacían los hombres, mientras las mujeres y los abuelos (els majors) tejían las fibras vegetales y fabricaban toda clase de objetos. Con la pita y el esparto confeccionaban alpargatas, y con el esparto trenzado hacían capazos, serones, cenachos y espuertas. Con las cañas obtenían secadores de higos (sequers) y, utilizadas en largas varillas reblandecidas en agua, forraban redomas y garrafones. Con el palmito fabricaban escobas y, trenzándolo, hacían sombreros, soplillos (ventadors) y toda clase de cestos (senalles, cistells, coves, cofes, cofins, esportins, llenyers etc,), así como útiles para trabajar con las caballerías, fuesen anteojeras o cucales (parches cónicos que tapaban los ojos de las bestias para evitar su mareo al rodar en norias y molinos), beaces (alforjas que se colocaban en los flancos del animal para el transporte de cargas), sàrries (contenedores también de carga, elípticos y más anchos en su base que en su boca), o morrions (comederos troncocónicos que se colgaban del cuello de los animales).
Del uso de la pita y el esparto tenemos detalladas descripciones de Vicent Marí Ribas (´Entre el camp i la mar´) y Guerau d´Arellano (Ibiza, núm. 9), pero no he localizado anotaciones sobre el uso del palmito (palma de margalló, palmer o palmera borda). Tenemos que remontarnos a José Vargas Ponce, (Descripción de las islas Pithiusas y Baleares,1787) cuando nos dice que «las palmeras, además de los dátiles, tan buenos como los de Barbaria, suministran palmas y hojas para confeccionar cestos, arcones y obras varias que en las islas se trabajan con primor». Y el Archiduque Luis Salvador, en ´Las Antiguas Pitiusas´, confirma que «con el palmito traído a Ibiza desde Mallorca se confeccionan sombreros, palletes y demás trabajos de cestería».
De hecho, el margalló (Chamaerops humilis) es la única palmera autóctona de las islas. Palmácea perteneciente al grupo de plantas monocotiledóneas, es una especie que crece en suelos calcáreos y dolomíticos, preferentemente en terrenos soleados y áridos que pueden ser rocosos o arenosos. Aún hoy, podemos localizar ejemplares aislados en los cantiles costeros del NO., entre Portmany y Labritja o, más concretamente, entre el Cap Nonó y na Xamena. Guerau d´Arellano confirma su existencia en l´Oliva, es Cap Pelat, sa Calanqueta, ses Fontanelles, ses Balandres, el Puig d´en Joan Andreu, els Alls, el Morro des Cap, cala Aubarca, Rubió, Penyal de s´Àguila, Vedrà, Vedranell, y también en la Mola (Formentera), especialmente en la Cala y entre la Punta de sa Creu y el Torrent de sa Fontanella. Y de su existencia nos hablan topónimos como es Margalló, la Font des Margalló y la Punta des Garballons. Con una distribución más amplia y abundante en el pasado, hoy es una especie en retroceso, posiblemente por su explotación, por una mayor humedad ambiental y, sobre todo, por el imparable avance del bosque. Sea como fuere, no estará de más intentar un pequeño apunte del trabajo que, en tiempos pasados, se hacía con dicha planta.
Su recolección, arrabassar palmés, solía hacerse durante junio y julio, cuando las hojas nuevas eran todavía tiernas. Con la mano izquierda se agarraba la palma por su extremo superior y con la diestra se cortaba con una cuchilla o pequeña hoz (falçó), pero eso sí, con las manos vendadas para protegerse de los alfilerazos de sus hojas. No tengo noticia de que se utilizaran en Ibiza las peculiares tenazas que tan comunes eran en Mallorca, estenalles d´arrabassar que, por su particular configuración, facilitaban el trabajo. En cada planta se cogían las 4 o 5 palmas más tiernas y con 15 o 20 se hacía un manojo (manat), y juntando tres manojos se formaba una gavilla (feix). Las palmas se golpeaban después para que perdieran su condición leñosa y ganaran ductilidad, extendiéndose a continuación en una solana aireada o estenedor, donde se mantenían dos o tres semanas, dándoles la vuelta cada 3 o 4 días para conseguir un secado uniforme. Las palmas se dejaban luego en un lugar fresco y aireado hasta que, después de amarar-les, remojarlas en agua de mar o en agua con lejía, pasaban al ensofrador o azufrador, donde, sin perder resistencia, las palmas se hacían más flexibles y blancas. Ignoro cómo se hacía este proceso en Ibiza, pues en las casas rurales no he localizado los tradicionales azufradores que todavía pueden verse en Almería, Cádiz o Mallorca.
Esto me hace pensar que, sobre todo en los últimos tiempos, en Ibiza tuvo que importarse la palma ya preparada, es decir, embrinada, en brins que permitían hacer llata o cordella. En todo caso, podemos decir que el azufrador era un pequeño horno situado generalmente junto a los corrales, de forma cúbica y que se construía con piedra caliza o marès. En su interior y a un palmo del suelo tenía una reja en la que se depositaban las palmas que se introducían por una abertura superior y, a ras del suelo, una abertura menor para introducir el azufre encendido. El proceso de azufrado era esencial porque reducía, afinaba, blanqueaba y daba ductilidad a la palma, lo que facilitaba el embrinat, labor que consistía, siguiendo la estructura de las hojas, en filamentarlas para obtener las afinadas cintas vegetales o brins que permitirán el posterior trenzado de la llata.
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