Por Miguel Angel González
Si encabezo estas rayas en ibicenco o catalán y sigo con un texto en castellano es, sencillamente, porque la palabra cadira es para mí, por su fonética y resonancias afectivas, más contundente que la castellana. Me dice más que silla, voz que no me despierta ningún interés ni tampoco recuerdos. Por otra parte, aquí no tratamos del genérico ´silla´, sino de la específica y exclusiva cadira eivissenca que, lejos de ser un tema baladí, tiene, como enseguida veremos, una insólita trascendencia.
Hablamos, por tanto, de las modestas sillas tradicionales que aún podemos ver perfectamente alineadas –como si se nos mostraran en una exposición– en el porxo de muchas casas de la ruralía. En Vila, en la ciudad, tales sillas fueron también comunes en las casas modestas, pero fueron desapareciendo según desaparecían los maestros artesanos que las hacían, según se desencolaban y desfondaban sus asientos y, sobre todo, al ser arrumbadas por nuevas costumbres que nos cambiaron, incluso, el modo de sentar las posaderas. No hablamos, por tanto, de las sillas importadas y anodinas que utilizamos hoy los ibicencos, sino de las sillas que usaban nuestros padres y que nosotros mismos utilizamos mientras fuimos niños.
Hablamos de las sillas que hacían con sus manos nuestros carpinteros y cordeleros. Hablamos, en fin, de las sillas que podemos llamar ibicencas. Dicho esto, me pregunto qué tienen estas sillas nuestras que las haga diferentes y explique el hecho de que hayan despertado la curiosidad y, más aún, hayan merecido sesudos elogios y líricos comentarios de viajeros, artistas, fotógrafos, intelectuales y poetas. De entrada, cabe suponer que si han recibido tan unánime atención es porque, más que muebles, son objetos artesanales prácticamente perfectos, con una significación etnológica relevante y que podrían mostrarse, incluso, en museos y centros de diseño.
La conclusión a la que uno llega es que la silla ibicenca es un objeto ingénito, único y sustantivo. Y que, de alguna manera, a nuestras sillas les ocurre como a nuestras casas, que en su factura eran ya minimalistas cuando aún no se había inventado la palabra. Nuestra silla es un artefacto esquemático y pragmático, simple y escueto, un objeto esencial. Su función determina la forma y su rusticidad le confiere una manifiesta plasticidad natural. Pero nuestras sillas son especialmente significativas contextualizadas, es decir, en su propio mundo, en la desnudez de la casa ibicenca. En sus interiores, las sillas transforman el espacio, lo hacen habitable, le dan significado. Las sillas nos hablan de la ´habitación´, de la habituación, del hábitar. Nuestras modestas sillas adquieren entonces una dimensión metafísica que sorprende.
Estas sillas las han inmortalizado fotógrafos como Català-Roca, Raoul Hausmann, Joaquím Gomis, Helga Sittl, Vilanova-Marqués, Mario von Bucovich, Ortiz Echagüe, Hans Helfritz, Emilio Orsinger, Josep Mª Subirà, Oriol Maspons, Cas Oorthuys, Rolph Blakstad, Buil Mayral, Guy Selz, Hans Helfritz y Hans van Praga. ¿No es curioso que todos ellos –y muchos otros– las fotografiaran con intencionalidad manifiesta? ¿Qué vieron en ellas? ¿Y qué motivos tuvieron personajes como Josep Lluís Sert, Le Corbusier o Broner, para describirlas con admiración? ¿Qué vio en nuestras modestas sillas campesinas Walter Benjamin para dedicarles uno de los fragmentos más significativos de su Ibizenkische Folge? La mejor manera de saberlo es recoger los textos que Vicente Valero nos aporta en su magnífico libro ´Experiencia y pobreza´ y que corresponden a la carta que, el 22 de abril de 1932, Walter Benjamin dirigió a Gershom Sholem. Habla de sus primeros días en Ibiza y le comenta a su amigo la sorpresa que, en su sobriedad, le produce la casa ibicenca: «Los interiores, todos, son arcaicos: tres sillas a lo largo del muro de la pieza, de cara a la entrada, se ofrecen al extranjero con la confianza y la fuerza que tendrían tres Cranach o tres Gauguin colocados en una pared; un sombrero colgado de una de ellas es más extraordinario que una tela de un Gobelin de alto precio».
Es una impresión que debió impactarle porque vuelve sobre ella en el primer texto de su diario ibicenco. También, en este caso, habla de los interiores de las casas rurales, de las sombras en las que sobresale el reluciente blanco de las paredes. «Y ante las del fondo, –comenta–, hay normalmente en la habitación de dos a cuatro sillas perfectamente alineadas y simétricas.
Tal y como están dispuestas, sin pretensiones en la forma pero con un mimbre sorprendentemente bello y sumamente representables, puede deducirse varias cosas. Ningún coleccionista podría exponer en las paredes de su vestíbulo valiosas alfombras o cuadros con mayor confianza en sí mismo que el campesino estas sillas en la habitación desnuda. Pero tampoco son únicamente sillas; han cambiado su función al instante, cuando el sombrero cuelga encima del respaldo. Y en este nuevo arreglo, el sombrero de paja no parece menos valioso que la silla.
Así, probablemente, suceda en realidad que en nuestras bien organizadas habitaciones, equipadas con todas las comodidades imaginables, no hay lugar para lo verdaderamente valioso, porque no hay sitio para utensilios. Valiosas pueden ser sillas y vestidos, cerraduras y alfombras, orzas y cepillos de carpintero. Y el auténtico secreto de su valor es esa sobriedad, esa parquedad del espacio vital, en el que no sólo pueden ocupar visiblemente el lugar que les corresponde, sino que tienen espacio de juego suficiente para poder satisfacer la gran cantidad de funciones ocultas, sorprendentes una y otra vez, en virtud de las cuales el objeto vulgar se convierte en valioso».
De alguna manera, Benjamin admira la desnudez, la sobriedad, la autenticidad, la elegancia y la belleza que se da en todo lo que es sencillo y natural. Hace un canto al habitar que se basta con lo necesario, que deviene bien-estar y descubre como posible un diálogo distinto con todo lo que nos rodea. Benjamin admira la mesura, la parquedad y armonía, una situación en la que lo común es singular, insólito lo cotidiano y lo ordinario extraordinario. Un mundo en el que los objetos recuperan su verdadero valor y significado, donde cada cosa encuentra su lugar. Una silla, una alpargata, un sombrero, cualquier objeto, puede descubrirnos –si afinamos la mirada– todo el universo que se contiene en un grano de arena.
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