Por Miguel Angel González
«¡Ciudadela! Te he construido como una sólida nave de piedra. Clavada en la roca y con los mejores aparejos, harás tus singladuras con vientos favorables. Conozco bien la naturaleza ciega que te rodea, los peligros que vienen del mar y amenazan tus muros. Por eso, a fin de que te salves por generaciones, he querido que tus flancos se apoyen sólidamente (…) Como se arraiga en la tierra el cedro inamovible, yo cavé profundos cimientos para que durases y en un lugar que un soplo hubiera borrado construí este asiento angular, irreductible como una torre y permanente como una roca». ´La Ciudadela´. Antoine de Saint-Exupéry.
El hecho de que viajar en el tiempo sea un frecuente argumento de ficción se debe a las expectativas que despierta el futuro y a la fascinación que sentimos por un pasado que nos hubiera gustado conocer en vivo y en directo. En mi caso –confieso mi debilidad arqueológica– me decantaría por asomarme a tres momentos de la Ibiza antigua por los que siento una especial curiosidad: la Ibosim del s. IV a.C., cuando la ciudad vivió su máximo esplendor como colonia cartaginesa, la Yabisah árabe del s. X de la que tan poco sabemos y, finalmente, la Ibiza catalana de la segunda mitad del s. XVI, momento en que se estaban construyendo las murallas que dieron forma a la ciudad que conocemos.
El problema es que Wells no desveló el secreto de la máquina que permitió a uno de sus personajes salir por la cuarta dimensión hacia pasados o futuros elegidos. Y pues se trata en nuestro caso de viajar hacia atrás en el tiempo, excursión que no puede concertarse en una agencia de viajes, he decidido hacerla con la imaginación y por mi cuenta. Mis dos primeras excursiones –´Un día en Ibosim´ y ´Un día en Yabisah´ – ya las compartí con el lector en estos mismos papeles, de manera que hoy les invito a que me acompañen en el tercer y último viaje para visualizar el pandemónium que supuso la construcción de la Ciudadela. No sin advertir que la Historia con mayúsculas la seguirán escribiendo los historiadores y que aquí sólo nos asomaremos con la imaginación y los vestigios que tenemos a la circunstancia cotidiana que los manuales suelen obviar. Se trata, en fin, de recomponer el paisaje humano que en determinado momento pudo darse, a sabiendas de que la imagen que consigamos será virtual y, en el mejor de los casos, sólo probable. Será nuestro pequeño homenaje a los hombres que hicieron la insólita gesta de levantar la formidable fortificación ibicenca.
Y lo primero que quiero compartir con el lector es el asombro, la admiración y el desconcierto que, todavía hoy, provoca la ciudad amurallada cuando la vemos en una perspectiva completa desde la Necrópolis, desde la cercana playa de Talamanca o desde el mar, cuando nos acercamos en barco a la isla. Y también, por supuesto, cuando atravesamos el Portal Nou o la Puerta del Mar, caminamos su laberinto de callejas, reseguimos el perímetro de sus lienzos y desde sus baluartes nos asomamos a los cuatro vientos. Y lo sorprendente de esta experiencia frente a las murallas que todavía nos fascinan es que no sólo la tiene el viajero que nos visita por primera vez, sino también los vecinos de la ciudad, no importa que sea una visión mil veces repetida. Sucede así porque Dalt Vila es un lugar con aura, un espacio que sabemos originario y originante (en el sentido de generador), al que siempre necesitamos regresar. Posiblemente, lo que más nos impacta de las murallas ibicencas es su gigantismo, su desmesura, su monumentalidad. Hasta tal punto que uno no puede dejar de preguntarse qué pensarían en el siglo XVI los habitantes del pueblo que era entonces Ibiza, frente al ciclópeo cerramiento que empezaba a levantarse en aquel lejano 1554.
Y si nos preguntamos por qué se construyó en una isla tan pequeña y en una ciudad aparentemente tan insignificante una fortificación tan imponente, tan colosal y desmedida, la respuesta inmediata será la que nos han explicado tantas veces, que las murallas se levantaron por la necesidad de defenderse del Turco que tenían sus habitantes. Es lo que descubren las Crónicas en una continua reclamación a la Corona para que se mejorase el cerramiento de la ciudad y se la dotara de la guarnición adecuada. Pero lo cierto es que la razón de defender la ciudad no fue determinante. Tan faraónica obra no se hubiera acometido con el único propósito de proteger una isla tan pobre y de tan menguada población. La protección que proporcionó la construcción de la fortaleza, en todo caso, fue, por así decirlo, una derivada, un beneficio colateral, una grata consecuencia, pero el verdadero motivo de tan faraónico proyecto estuvo en otra preocupación más grave y de mayor alcance: en la situación determinante que para el comercio y desde el punto de vista militar tenía la isla en el occidente mediterráneo. Fue el mismo motivo, salvando las distancias, que tuvo Cartago para fundar Ibosim. Y esto explica que la ciudad fuera ya un enclave marítimo significativo cuando los habitantes de Mallorca se vestían aún con pieles de oveja y eran reclutados como honderos por púnicos y romanos. Con relación a las otras islas del archipiélago balear, la mayor cercanía de Ibiza a las costas peninsulares y africanas, la situaba –lo mismo en el s. IV a.C. que en el s. XVI– como un lugar de paso obligado y, en consecuencia, como estación preferente para las naves que viajaban entre norte y sur, entre este y oeste. Las murallas se construyeron, por tanto, principalmente, para asegurar que el Imperio tuviese en la isla una barrera infranqueable contra sus enemigos, es decir, por razones fundamentalmente geoestratégicas. Ibiza no hubiera valido el esfuerzo de la construcción de sus murallas si no hubiera sido por el peligro que suponía que el enemigo estableciera en ella una cabeza de puente, para mayores y más comprometidas aventuras. Llegados aquí, compruebo que nuestra admiración por las murallas nos ha impedido asomarnos, como pretendíamos, al momento de su construcción. Tendremos que hacer el ´viaje´ que prometíamos al siglo XVI en nuestro próximo encuentro.
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