Por Miguel Angel González
La historia de la pequeña ciudad o pueblo grande que era Ibiza en los años cincuenta podría reconstruirse recogiendo la vida de los viejos cafés. En aquellos días, todo o casi todo lo que sucedía pasaba por los cafés, de tal manera que, para sus parroquianos, no existía lo que no se comentaba en los corrillos de sus mesas.
Cuando yo los conocí, aquellos establecimientos estaban en su tiempo dorado y eran instituciones de primer orden, absolutamente determinantes. Los hombres que no recalaban antes o después en el café €incluidos los curas y los militares€ eran especímenes excéntricos o chocantes, seres poco comunes. A las iglesias se iba los domingos y las fiestas de guardar, pero al café se iba cada día y a todas horas. Los cafés tuvieron siempre una entregada feligresía y, como las iglesias, sus propios ritos y sus particulares liturgias.
Las casas de la Marina en las que viví más tiempo (el almagre edificio de Campos o la casa-cuartel de la Benemérita), las dos en la calle del Obispo Azara, estaban muy cerca de dos cafés emblemáticos a los que me asomaba con curiosidad siempre que podía, uno era El Pereira, que ha sobrevivido, y el otro era el desaparecido El Dorado. Mi impenitente fisgoneo tenía dos motivos principales.
Al soportal del Pereira iba a ver la cartelera del cinematógrafo, pero aprovechaba para pasar por delante de las ventanas de los reservados que daban a la calle de Abel Matutes Torres, a menudo entornadas, porque sabía que allí se montaban timbas que a veces sorprendían los guardias civiles y en las que algunas fincas cambiaron de mano.
El Dorado, en cambio, llamaba mi atención porque por las mañanas, a determinadas horas, adquiría los aires de un zoco: llegaban desde los pueblos los ´camiones´ o coches-correo y el café se convertía en el variopinto apeadero de un tropel de payeses €era el único momento del día en que se veían en El Dorado algunas mujeres€ que, junto a sus mesas, dejaban cestos con huevos, frutas, quesos y jaulas con gallinas alborotadoras y conejos mudos que vendían después en el Mercado. Pero del Dorado me atraía mucho más un pequeño salón que, como trastienda, daba a la calle del Obispo Cardona y que a cualquier hora mantenía una atmósfera enrarecida por el humo del tabaco que a veces era pota. En él había una enorme estufa de hierro colado, espejos deslucidos que habían perdido el azogue y, en un rincón, una insólita ave disecada que no recuerdo bien si era cigüeña o flamenco. El Dorado era el único café al que a veces iba con mi padre que me dejaba pedir zarzaparrilla, un mejunje oscuro y dulzón que, con una punta de gas, hubiera podido desbancar a la Coca-Cola.
Mucho después, he caído en la cuenta de la importancia que tuvieron aquellos cafés como foros ciudadanos, como epicentros y observatorios urbanos. Eran también mentideros que mezclaban noticias y rumores, pero precisamente era aquel batiburrillo el que daba su encanto y sustancia a las discusiones del café. Otra cosa era que luego fuera difícil separar, en lo que allí se oía, el trigo de la paja. Fuera como fuese, el café era un auténtico barómetro que daba la temperatura y el latido de la ciudad como ningún otro sitio. Con la ventaja de que allí, sin distinciones, tenían cabida todas las opiniones, ideologías, intereses y credos.
República independiente
El café era una república independiente en la que no tenían cabida las oligarquías, un espacio habitado por igual y por iguales. El café era tierra de nadie y, por lo mismo, tierra de todos. La única condición exigida en las prédicas y parlamentos del café era que no se levantara la voz si se hablaba de asuntos políticamente incorrectos, aunque, la verdad, de política y de religión se hablaba poco. Dominaba más el sucedido y el chascarrillo, lo que cantaba el pregonero, los óbitos del día, lo que pasaba en el puerto, las cosas, en resumidas cuentas, que interesaban a la ciudad.
Sabrosas informaciones
Un periodista que había trabajado en el Diario de Ibiza -que entonces tenía la redacción y la imprenta en la calle Azara, a pocos metros de El Dorado-, me comentaba, ya jubilado, que en aquellos cafés conseguía no pocas informaciones: «Me fumaba un cigarro –decía- y, mientras simulaba que andaba a lo mío, leyendo el periódico, tomando notas o con la mirada extraviada, escuchaba con atención las conversaciones y sacaba mis conclusiones. Había que tener cuidado, sin embargo, al manejar las noticias del café, porque, de boca en boca, crecían como bolas de nieve y acababan siendo acontecimientos. Pero aun así, el café proporcionaba sabrosas informaciones y un magnífico contraste de pareceres».
Los corrillos y las tertulias eran el alma del café que fomentaba el arte de la conversación €hoy perdido€ como en ningún otro sitio. A mí me gustaba especialmente percibir desde un rincón su murmullo coral, a veces monocorde y en ocasiones ondulante como una marea de voces que iba y venía con el rumor de una resaca. Y un detalle sorprendente del café era que aquella algarabía tenía sus horas y no impedía que, en determinados momentos, se respetaran los silencios escrupulosamente. Sucedía en las horas de la siesta, cuando algunos clientes aprovechaban para dar una cabezada y en el Dorado sólo se oía el bordoneo de las moscas.
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