Por Miguel Angel González
El pan ha perdido ascendiente, posiblemente porque hace algunos años se extendió el bulo de que era comida de pobres y engordaba. Parecía que comer pan era una casposa reminiscencia de posguerra, algo que no denotaba en absoluto calidad de vida. ¿A quién se le ocurriría ofrecer a unos invitados como primer plato de un banquete unas humeantes sopas de pan.
Da sonrojo de sólo pensarlo. Tal vez nos ronda por la cabeza el latiguillo aquel de ´pan con pan, comida de tontos´ que decían nuestros padres, dando a entender que lo que importa al embaular no es tanto el pan como el acompañamiento. El caso es que, a resultas de esta injustificada mala fama y de una demanda decreciente, han ido desapareciendo los verdaderos panaderos y, con ellos, los hornos de leña que conseguían aquélla costra crujiente y aquel olor inolvidable que, al partirlo, tenía el pan recién hecho. En su lugar nos han venido colocando estas últimas décadas esos hornos eléctricos –con resistencias como las que tienen las estufas- que aparecen en supermercados y cafeterías y que, en un decir amén, tras introducir unas longanizas de empastes harinosos y mal amasados, nos sacan unas barras de pan superferolítico a las que pomposamente llamamos baguettes y que el único mérito que tienen es que salen calentitas, eso sí, pero también con una miga apelmazada y casi cruda que, pasadas unas horas, es ya incomible. Y más pena da pensar lo que en este punto ha pasado en las casas payesas, donde los hornos se agrietan por abandono y han quedado como topicazo oriental para que lo fotografíen los turistas.
Lo que nos ha pasado con el pan no tiene perdón y, digámoslo de una vez, es un despropósito sin posible justificación. En algunos lugares –cabe reconocerlo- hay tímidos signos de recuperación y tenemos, por otra parte, la numantina resistencia del pa amb tomàquet catalán, un yantar clásico, económico, sencillo y de una bondad intrínseca incuestionable. Pero aún así, el pan sigue estando maltratado y lejos de recuperar la nobleza que tiene y merece. Por muchos motivos. El primero y principal es que el pan, el vino y el aceite, desde tiempos inmemoriales, han constituido la tríada esencial de la gastronomía mediterránea. No existen elementos que definan mejor nuestros paisajes que las viñas, los campos de trigo y los olivos. ¡Qué mal lo tiene quien no se haya regalado una humilde y perfumada rebanada de pan hecho en horno de leña, regado con aceite de oliva virgen y que, prensado en nuestros domésticos trulls, mantiene ese punto aromático, picante y crudo de la tierra; un pan que sazonábamos con un pellizco de sal de nuestras salinas, de grano grueso, y que podemos acompañar con un trago de vino de Sant Mateu de Albarca o de Santa Agnès de Corona. Quien no haya oficiado tan sagrado ministerio no sabe lo que se pierde. El secreto del asunto está, no conviene olvidarlo, en mantener a rajatabla la calidad de los ingredientes.
De la misma manera que la chicoria es un mal remedo del café-café, la bollería de esa pastelería mecanizada y de poco fuste que nos invade y que, en este caso sí, engorda y encolesteroliza a nuestros niños, es un pésimo sucedáneo del pan-pan que a nosotros nos alimentó y alegró la vida con algo tan sencillo como añadir unos higos o un buen trozo de chocolate. Uno puede entender, en fin, que, en este dos mil y pico en el que andamos, la chiquillería no conozca el familiar motete ´volem pa amb oli, pa amb oli volem, / si no ens el donen, ens l´agafarem´ porque era una cantinela de otro contexto, pero el desprecio del pan es, si los pecados existen, cosa que dudo, un pecado mortal, un verdadero sacrilegio. Pero el pan tiene, afortunadamente, muchos otros destinos apreciables. Siempre con aceite y sal, puede comerse restregando levemente un diente de ajo sobre una rebanada tostada. Personalmente, aconsejo esta misma fórmula magistral con una sardina de casco despellejada con un leve estrujamiento en el quicio de una puerta y con papel de estraza, de manera que quede desnuda y a punto de desespinarla. Y no es en absoluto desdeñable la costumbre de acompañar el pan, con el mismo riego, con un tazón –lo digo en ibicenco porque las voces son más sustanciosas- de olives trencades, negres o verdes, no massa madures i un parell de brots de fonoll marí. Y otros usos muy agradecidos, -¡al caray las etiquetas y remilgos!- son los de utilizar el pan para mojar lo que se pueda. Y es que no hay nada como el pan para rebañar los restos de un buen guiso, de manera que no le quede trabajo al lavaplatos. Los ingleses pondrían el grito en el cielo, pero tanto da. Nosotros, a lo nuestro que es muy pertinente, no en vano el pan es, por su misma naturaleza, como una esponja que pide a gritos impregnarse de sustanciosos caldos, salsas, jugos, salpicones, aliños, ajiaceites y toda clase de untos y humedades comestibles que, eso sí, sería una ordinariez coger con una cuchara. Como sería una imperdonable grosería mojar el pan con tenedor. Conviene hacerlo cogiendo, discretamente y con educación, pero decididos y sin ningún complejo, el trozo de pan con los dedos. Lo cortés no quita lo valiente. Y volvamos al catalán o al ibicenco –que tanto monta uno como otro- para recoger frases que por sí mismas alimentan, que no tienen buena traducción y que explican, como no he visto en ningún otro idioma, este servicio inestimable del pan con relación a las sustanciosas mojaduras de la mesa. Decimos, por ejemplo, que ´posem un líquid en contacte amb un sòlid per amorosir-lo´ ¿No es ésta una forma de amor? ¿Y no decimos, también, cuando algo nos regala el paladar, que ´està per sucar-hi pa!?´. Pues eso.
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