Por Miguel Angel González
El otoño en nuestras islas apenas es apreciable por dos principales motivos. En primer lugar, porque nuestra climatología es en extremo civilizada, razonable, bonancible y confortable casi todo el año. La bonanza domina hasta tal punto que cualquier día de octubre o de noviembre, si transita sin nubes, parece de verano.
Y nadie diría que en enero estamos en el corazón del invierno cuando en el Pla de Santa Agnès de Corona florecen los almendros y la bajamar nos sorprende con unas encalmadas de tan insólita inmovilidad y lisura –ses mimves, como las conocemos en Ibiza– que nos invitan a caminar sobre las aguas. Pero hay un segundo factor que nos oculta el otoño, el hecho de que las coníferas –pinos de Alepo y sabinas– mantengan siempre verdes nuestros bosques con su hoja perenne, que nunca amarillea ni adquiere los dorados encendidos que descubren la decadencia y el esplendor de una estación que la literatura ha relacionado siempre con el acabamiento y la muerte. En noviembre agoniza el año y, tal vez por eso, es el mes en que conmemoramos el Día de los Fieles Difuntos con la tradicional visita al cementerio, un rito ancestral y pagano al que, paradójicamente, damos un aire festivo. Al menos esa era la impresión que teníamos los más pequeños cuando nuestros padres, en el camino al camposanto que parecía una excursión popular, nos dejaban acompañarlos con un buen cucurucho de castañas asadas que, eso sí, por respeto, teníamos que consumir antes de llegar a la Ciudad de los Muertos que, según nos decían, era tierra sagrada, un camposanto. Recuerdo que nos impresionaba vivamente el abandono que sufría un recinto aledaño, menor y mal tapiado, en el que enterraban, fuera del sacramental ibicenco, a los que se proclamaban ateos, se suicidaban o no morían en la gracia de Dios. En la catequesis de Sant Elm, el padre Ramiro nos explicaba que era una forma de separar a los que morían sacramentados y nos esperaban en el purgatorio o en el cielo, de aquellos otros que estaban, salvo que la misericordia divina corrigiera el juicio de los humanos, en las calderas de Pedro Botero.
El otoño en nuestras islas no se caracteriza por los cielos plomizos. Todo lo contrario. El aire se afina y los horizontes pesados y difusos de la calígine estival dan paso a un cielo acerado, más limpio y brillante, como si las primeras lluvias barrieran las impurezas acumuladas en los meses del polvoriento y seco verano. Alvaro Yarza Samperio, un buen amigo que por destino forzoso de su padre llegó a Ibiza con su familia un mes de noviembre y a quien he vuelto a ver muchos años después, me confiesa un hecho curioso. Dice que cuando llegó a la isla, las imágenes que hasta entonces tenía de los otoños peninsulares eran de color sepia y amarillo, tonos desvaídos y tristes que en el invierno se desvanecían para quedarse en el blanco y negro de las viejas fotografías. Y que por eso se sorprendió tanto al llegar a la isla y ver los deslumbramientos que creaban las luces vivas de noviembre. Tenía razón. En nuestras islas no hemos tenido nunca esa imagen del otoño como estación sombría y neblinosa. Es cierto que, como en todos los sitios, desde finales de septiembre, los días se acortan y refresca bastante por las noches, –eso no hemos podido solucionarlo–, pero la luz hiriente y despiadada del verano en nuestro otoño se atempera y adquiere una insólita ligereza y transparencia. Esta bonanza también nos oculta el otoño y, cuando resulta exagerada, consigue engañar a las plantas que inician una extemporánea y tímida floración, como si el calendario retrocediera y pasáramos, en un mundo al revés, del verano a la primavera.
Alguien puede decir que, a pesar del incontestable dominio de las coníferas, en nuestras islas tenemos otros árboles que, por su hoja caduca, pueden darnos señales del otoño, pero no es así, por ejemplo, en el caso de los olivos y los algarrobos que no sufren ninguna mutación. La transformación otoñal podemos verla únicamente en algún esporádico frutal y, sobre todo, en los almendros y en las higueras. Pero a renglón seguido hay que decir que su desnudamiento resulta anodino y poco agraciado. No sólo porque no nos da los magníficos tonos terrosos y dorados de otras especies, sino porque la caída de la hoja en los almendros y en las higueras es casi obscena, no en vano deja los árboles convertidos en dramáticos esqueletos que levantan hacia el cielo sus ramas como brazos y manos agarrotadas. También esta dura metamorfosis nos roba la belleza otoñal. En estas circunstancias, la única forma que tenemos en Ibiza y Formentera de visualizar el otoño está en las variaciones climatológicas y en los efectos atmosféricos que rompen la monotonía del verano, en las sorpresivas tormentas y en el hecho de que los días son cada vez más cortos, en las primeras lluvias y en los contrastes lumínicos que no vemos en ningún otro momento del año, en que refresca cuando llega la noche y se empiezan a utilizar las calefacciones –antes eran los braseros–, en que tenemos que rescatar con olor de naftalina la ropa de abrigo y, sobre todo, en que es el tiempo de las castañas y moniatos, de las granadas, caquis y membrillo.
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