Por Miguel Angel González
«I et trobaves, de sobte, rere una cantonada, / balcons amb roba estesa, ramells, un pati ombrivol,/ esveltes galeries… / O una font./ O un gat com un llamp negre./ I una palmera dòcil guaitant per la murada». Josep Marí (De ‘La Veu Pintada’)
Los recorridos convencionales de Dalt Vila son los habituales, los acostumbrados, los que casi siempre solemos hacer. Si la circunvalación del recinto fortificado, siguiendo las rondas de la muralla, nos permite mirar hacia fuera y disfrutar del entorno de la ciudad, la Marina, la bahía, los campos del Pla de Vila, el mar en su levante y, por el sur, los freos y las islas en el camino a Formentera, el itinerario que seguimos ahora nos introduce en el corazón del recinto fortificado. Caminamos el dédalo de callejas, apeldañados pasajes y plazuelas, un auténtico laberinto urbano que puede desorientar al turista, pero que, para nosotros, para quienes conocemos sus vericuetos y nos son familiares hasta la piedras de sus calles, el reto es distinto. Porque no se trata de volver a ver lo que siempre vemos, sino de mirar o, más precisamente, de darle intencionalidad a la mirada, de focalizar aquello que, por habitual y supuestamente conocido, pasamos por alto.
Recorrido
A partir de aquí, no importa que sigamos un camino que hemos hecho mil veces. Podemos entrar, por ejemplo, por el Portal de ses Taules o Porta del Mar al Pati d’Armes y, desde la Plaça de Vila, doblar el pilón, subir la cuesta que llega a la plaça dels Desamparats, seguir por sa Carrossa, General Balanzat, Pere Tur, Joan Roman, Sant Ciriac y Major, para salir a la plaça de la Catedral. Una variante puede ser, a partir del final de General Balanzat, enfilar la escalera que nos deja en la calle de Santa María y, por sa Portella, última entrada que tenía la fortificación medieval, entrar en el Carrer Major y alcanzar igualmente la Catedral. Si todos los caminos llevan a Roma, en la ciudadela ibicenca todas las calles que escalan el Puig de Vila acaban en su vértice urbano. Más arriba sólo están las torres del Castillo y el campanario del templo mayor. Una tercera variante sería, desde la plaça de Vila, subir el empinado pasaje cubierto de l’Escala de Pedra, acceder por el carrer de sa Penya al de Sant Carles y, por la Costa Vella y Pere Tur, alcanzar la calle del Pintor Tur de Montis y Santa María que, de nuevo por sa Portella, nos lleva a la plaça de la Catedral. El retorno desde la cima y para no repetirnos, podemos hacerlo por el carreró de la Soletat que pasa por detrás del Palacio Episcopal, bajando luego por el carreró de l’Esperança a sant Ciriac y, siguiendo por la calle de la Conquesta, Santa Faç y Sant Lluís, llegados a plaça del Sol, salir del recinto fortificado por el Portal Nou.
Dada la intrincada urdimbre del casco antiguo que apenas ha cambiado en los últimos 6 ó 7 siglos, las alternativas de ascenso y descenso pueden multiplicarse tanto como queramos con más vueltas y revueltas, pero lo importante de este paseo interior está, sobre todo, en los detalles, en las perspectivas insólitas que ofrecen sus asimetrías, sus ventanucos, sus juegos de luz y sombra, las texturas de sus enjalbiegos, las palmeras y buganvillas que asoman por una tapia, ese olivar hermético y solitario al que nos asomamos por la grieta de un muro, el portal entreabierto y oscuro de una mansión que nos permite ver un patio, un pozo y una arcada ojival, o esa otra visión asimismo sorprendente y doméstica de una sala que, muy al fondo y por un balcón de la fachada opuesta a la calle en la que estamos, nos deja ver un pictórico encuadre de los muelles y la bahía. Y si tenemos suerte, tal vez podamos visitar alguna casona de palaciega querencia que en tiempos colocó un escudo nobiliario sobre el dintel de su entrada.
Y lo que siempre volveremos a ver en cualquier itinerario convencional que intentemos son los edificios históricos, el Convento de Santo Domingo, la Curia, la antigua Capilla del Salvador que hoy es Museo Arqueológico y, por supuesto, la Catedral, un edificio que por fuera es pesado, gris y severo, pero que en su interior es esencialmente mediterráneo, blanco y luminoso.
Silencio antiguo
En relación a la Marina, Dalt Vila es, todavía hoy, como ha sido siempre, un mundo aparte. El cerramiento y la separación que crean las murallas hacen de Dalt Vila otra ciudad. Los vehículos motorizados, escasos, cuando aparecen en sus calles están fuera de lugar, son un anacronismo. Y si la visita la hacemos entre octubre y marzo, cuando los turistas están aún en sus cuarteles de invierno, redescubrimos una soledad a la que ya no estamos acostumbrados, un silencio antiguo en el que sólo oímos nuestros pasos sobre el empedrado y una extraña armonía que se debe, tal vez, a la unidad de escala, a la mesura y la misma modestia de sus casas. En el solapamiento y el escalonamiento que impone la irregular orografía de la colina, no encontramos edificios de la misma altura ni que repliquen sus fachadas. Esa individualidad y ese abigarramiento, esa continua novedad en las formas, en las volumetrías, en las fachadas y en los desniveles, son los elementos que explican la personalidad de Dalt Vila, convirtiéndola en un conjunto único, distinto a cualquier otro. De ahí que estos itinerarios interiores, a pesar de ser convencionales, lejos de cansarnos, nos sigan sorprendiendo. De hecho, Dalt Vila nos atrae como un imán. Los vecinos de la Marina no dejamos pasar mucho tiempo sin repetir el peregrinaje hasta la Catedral. Es casi un hábito, una costumbre, una necesidad. Es un paseo en el que no buscamos otra compensación que la que tenemos en hacer el mismo camino. Posiblemente percibimos el aura que Dalt Vila retiene como espacio fundacional y, de alguna manera, nuestro paseo tiene algo de reencuentro con los tiempos y las gentes que no conocimos. En Dalt Vila se identifica la ciudad y nosotros nos reconocemos. Sabemos que aquí empezó todo.
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