Por Miguel Angel González
«¡Oh Virgen remadora, ya clarea / la alba luz sobre el llanto de los mares! / Contra mis casi hundidos tajamares, / arremete el mastín de la marea. / Mi barca, sin timón, caracolea / sobre el tumulto gris de los azares. / Deje tu pie, descalzo, sus altares, / y la mar negra verde pronto sea. / Toquen mis manos el cuadrado anzuelo / –tu escapulario–, Virgen del Carmelo, / y hazme delfín, Señora, tú que puedes?/ Sobre mis hombros te llevaré a nado / a la más hondas grutas del pescado, / donde nunca jamás llegan las redes». Rafael Alberti. ´Día de la tribulación´.
Mediodía. Las alpargatas no le alcanzan y se ha desgarrado los pies en los abrojos, pero mientras trepa por las peñas el eremita medita la servidumbre y la libertad de su retiro. Con la sotana ajada y llena ya de costurones, se descuelga cual cabra por las rocas del Vedrà hasta el cantizal y gana la barranca abierta por los siglos y las lluvias. Extasiado, mira el mar y levanta la vista hacia las escarpas semiocultas en séricos celajes, hacia la cumbre hendida como gibas de camello. El eremita piensa el mar como camino. ¡Cuán fácil parece descender por los atajos, ganar la entrada del islote y dejarse llevar por una barca de regreso a Cubells, al calor de sus hermanos y a la ermita! El cansancio y la angustia le pueden, pero inmediatamente se enfrenta al desaliento. ¡Cuánto más seguro y acogedor es el refugio de este monte! Cima en la que no cabe el miedo ni la genésica atonía. Estos parajes agrestes y alejados, cargados de electricidad y de magnetismo, de quimeras que purifican, debilitan las dolencias de la carne y apaciguan el alma, que libran del hastío y de las cargas vanas, de las etiquetas cortesanas y de los domésticos cuidados, de las burlas y castigos, de las soterradas envidias de los claustros y de las harturas que se dan en los palacios. Hombre y naturaleza están aquí hermanados y el eremita puede apurar el goce de ser libre y beber el agua viva de las peñas.
Crepúsculo
Una bandada de gaviotas se ha refugiado en las más altas arquerías y el eremita las imita. Cayendo ya la tarde, busca el abrigo de la cueva que llama su ´palacio´, mientras una leve brisa, cargada de sol y de sal, sube desde el mar. Los reflejos se extinguen lentamente, pero aún queda el rescoldo del día que empurpura las aguas como vino añejo y embriaga el alma. En estas horas, el eremita necesita descansar, pero no es muy holgado el capítulo de los profanos entretenimientos: salir a la boca de la cueva y mirar el horizonte, triscar como las cabras por las peñas, dejarse volar con las gaviotas, escuchar la música del mar y pasear la vista por los familiares boscajes de Ibiza, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Cuando van apagándose las lucecillas de las casas, se da cuenta que le aburren estas cosas mundanas y regresa al oratorio, al pacífico y uterino silencio de la cueva.
Meditación
Enflaquecido y cabizbajo, el eremita medita con el mentón apoyado en sarmenticias manos, apoyados los codos en un saliente de la roca que le sirve de reclinatorio. Su sombra, a la titilante luz de un candil, bailotea y tiembla en las paredes y se labra duramente su frente ya arada de arrugas. El Salterio está abierto en el suelo y con él prolonga la oración y la velada, mientras la noche se demora vernal y propicia para el goce doloroso del alma. En las tinieblas que crecen, el silencio desata y anuda indiscernibles ruidos, el lejano rumor del oleaje y el persistente cricrí de un grillo loco que ha alcanzado el islote. Se oye también un sordo y profundo rumor como de voces que se repite quejumbroso y que parece venir de lo más hondo de la tierra. El eremita agudiza los sentidos y lo percibe varias veces. Cree que son aves y luego que es el viento. Después comprende que es el claro gemido del mundo. Piensa que la vida nos adoba antifaces de rientes o espantables ceños, como escudos y armas. El santo de corazón rebelde se encilícia y se da cabezadas contra su prisión carnal, porque sabe que la máscara sobrepuesta nos traviste y ata; y que el fingimiento hácese a la larga carne nuestra como dice el refrán, «al meter gallo en mi sillero, hízose mi hijo y mi heredero». El mentiroso llega a creerse su mentira porque la palabra es creadora. La máscara se afina según se traba con la piel y nos pierde. Olvidamos que todo hombre lleva dentro un Adán, hermano del ángel y la Bestia.
Ensueño final
El eremita se ha dormido y en sus pesadillas se ve mitrado y honorado, surgiendo de mal pergeñada penumbra y fantasmal en su ropa talar. Seco y atezado de carnes. Con los ojos hundidos en un hondón que ensombrecen las cejas. Taumaturgo asido a su grimorio que trae en jaque a una proterva cohorte de demonios: Behemoth, Alocer, Lucifer, Asmodeo, Beelzebut y Memmón. Todos brincan, corcovean y toman aspectos peregrinos, pero bajo la mirada del mitrado eremita y la incontrastable fuerza de conjuros milenarios, se abaten y se arrastran. No se las han con aprendiz de brujo ni con jorguina primeriza. Este viejo enteco y taciturno, cual hierofante egipciano, posee la Aglafotis arábiga y con ella los despacha enhoramala con un agla: «¡Échenle catabolicus spiritus, cacodaemones y mampesadas, que cada cual tendrá lo suyo!». Y en los sueños del eremita, allá se van los cornigachos demoñuelos a sus penosas encomiendas y tumbagas, rabo entre piernas y renqueando por los varapalos recibidos en sus peludas posaderas. El eremita, sobresaltado, se despierta. Piensa que el Maligno no duerme y atalaya cualquier senda para tentar al justo y abrir brecha en las barbacanas y hastiales del castillo interior. Por eso –piensa– los santos no pueden ni saben dormir, no se abandonan al sueño que es imagen y hermano de la muerte. Desconcertado, el eremita reza: «¡Señor, sólo Tú ahuyentas la aceda neblina y el husmo. ¡Eccehomo!. Me abandono en tus manos como la hoja seca que mueve el viento. Sé tú mi yacija, mi cadalecho y mi hoya!». Poco después, más tranquilo, el eremita se queda dormido. Esta noche de ensueños termina su retiro y mañana llegará el pescador para recogerle y devolverle con sus hermanos a es Cubells.
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