Por Miguel Angel González
La fiesta del Corpus Chisti que se celebra sesenta días después del Domingo de Resurrección o, en términos paganos, el jueves que sigue al noveno domingo después de la primera luna llena de primavera, puede caer en los últimos días de mayo, pero como dice el refrán –«prop o lluny, Corpus al juny»–, es más frecuente que nos llegue en los finales de junio, por San Juan y como antesala del solsticio de verano.
Una devota letanía se repetía en todas las casas cuando yo era niño: «tres días hay en el año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». Y es que entonces, hace ahora 50 o 60 años, el Corpus era una jornada festiva que recuerdo, sobre todo, por dos acontecimientos. Uno era doméstico y consistía en el preceptivo estreno de ropa nueva. Con mucha antelación, nuestra madre iba al almacén de can Xinxó para escoger las telas que habían de servir para que nos hiciera pantalones o chaquetas una modista menuda y parlanchina que tenía su taller en el segundo piso –recuerdo una escalera estrecha y de severo empinamiento– del edificio, que aún resiste entre la Pujada a sa Drassaneta y el carrer des Passadís. Aquellas visitas a la modista, una para tomar medidas y otras dos para las pruebas, eran una auténtica tortura. Teníamos que permanecer quietos como estatuas sobre un taburete mientras nos cosían no sé cuántos retales superpuestos con un montón de alfileres que la modista iba cogiendo de un minúsculo cojín sujeto en su antebrazo izquierdo, mientras con la diestra marcaba con una tiza las líneas de corte. Después de darnos caramelos que no conseguían mantenernos inmovilizados, la modista iba a lo suyo, siempre con una cinta métrica de hule y amarilla colgada al cuello y con los útiles de su oficio muy a mano, sobre una mesa, imperdibles, agujas, botones, alfileres, tijeras, tizas azules y un canastillo con carretes de hilos y tres o cuatro dedales.
Nosotros sufríamos como podíamos aquel moroso tejemaneje que tenía lugar en el comedor del pequeño piso y, por la puerta entreabierta de un dormitorio contiguo, se veía en la penumbra un busto exuberante de mujer que me conturbaba. El que fuera un maniquí no impedía que me sorprendiera una erección en extremo inoportuna porque mi temor estaba en que al tomarme las medidas del que había de ser mi segundo pantalón largo –el primero fue el de la Primera Comunión–, es decir, desde los tobillos a la entrepierna, la modista notara mi apurada situación. Y la notó. Porque me miró –yo estaba colorado como un tomate–, y le soltó a mi madre un pareado: «¡Mare de Déu Santíssima!, ¡en Miquelet està fet un homenet!», y dirigiéndose a mí añadió con disimulada complicidad que agradecí: «Tot i això, jo diria que encara t´agraden els caramels». Y me dio uno de café con leche.
El segundo evento que me recuerda el Corpus era la procesión que se hacía en la media tarde con un sol que reventaba castañas. Por la mañana, las calles de Dalt Vila y la Marina se habían engalanado con la retama que recogíamos en el campo la tarde anterior –anàvem a fer ginesta– para crear con ella una perfumada alfombra sobre las calles por las que luego pasaba la procesión. Los vecinos adornaban sus balcones con palmones, coloridas esteras y colchas con delicadas blondas, mientras las mujeres preparaban pequeños cestos con rosas y claveles que luego lanzaban en una lluvia de pétalos al paso del palio, un tálamo amarillo bordado en oro que protegía al Santísimo que su Excelencia el señor Obispo llevaba en una custodia monumental. Todos, religiosamente, nos arrodillábamos a su paso o humillábamos con respeto la cabeza. Y en todo el recorrido, los fieles no dejaban de cantar piadosas tonadillas que alargaban los finales de los versos, caso de aquella pegadiza letra de Sagastizabal que fue tan popular: «Cantemos al amor de los amores, cantemos al Señor, Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor. Gloria a Cristo-Jesús, cielos y tierras bendecid al Señor. Honor y gloria a Ti, Rey de la Gloria?». Eran canciones que todos teníamos aprendidas porque se repetían en otras ocasiones, el Jueves Santo, en las llamadas Exposiciones del Santísimo y en las vigilias de la Adoración Nocturna.
Altares en el portal
Pero siguiendo con la procesión del Corpus, recuerdo que los más devotos montaban en sus portales pequeños altares. Cubrían una mesa con un repujado mantel blanco y candelabros con cirios, adornando el pie del ara con macetas de geranios, hortensias y costillas de Adán. Y con cortinas enmarcaban la imagen de un santo o santa y, en su defecto, de una lámina del Corazón de Jesús o de la Última Cena, imaginerías comunes en los comedores de casi todas las casas. Y había quien extendía una alfombra en mitad de la calle. La procesión del Corpus era la más larga, concurrida y alegre del año. Las procesiones de la Virgen de Fátima y de Semana Santa eran pesarosas y tristes, solían hacerse en las atardecidas y los fieles llevaban farolillos o velas que daban al desfile un aire macilento que, si cabe, empeoraba con las melifluas canciones que entonaban los fieles, caso de «el trece de Mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cueva de Iría. Ave, Ave, Ave María, etc». Es cierto que era más festiva la marinera procesión de la Virgen del Carmen, el 16 de julio, y que resultaba incluso ruidosa por los ´vivas´ de los fieles y el estrépito que creaban las sirenas de los barcos, mientras la ´Reina de los Mares´ navegaba el antepuerto, pero la procesión del Corpus tenía más prosopopeya y su jubileo era más solemne y ceremonial. Los tiempos ahora son otros y la procesión se sigue celebrando, pero va camino de convertirse en un espectáculo, como demuestra el que haya sido declarada Fiesta de interés turístico internacional y Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Confieso que aunque ya no tengo querencias procesionales, me quedo con aquel Corpus de mi memoria, el que conocí cuando era niño.
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