Por Miguel Angel González
Cuando en el 2002 se publicó el ´Cuaderno de Talamanca´, leí con curiosidad su breve texto con la ingenua esperanza de que podía ser un punto de inflexión en la vida y obra de E. M. Cioran. Me parecía imposible que la bonanza de nuestro clima y nuestros paisajes no ofrecieran sosiego a un escritor tan atormentado. Evidentemente, me equivoqué. Y mi perplejidad fue creciendo según repasaba sus irónicas y cínicas parrafadas. Como un mal sueño, también en una Ibiza que entonces era paradisíaca, le persiguió su talante y su pasado.
Cuando acabé de leer el ´Cuaderno de Talamanca´, mi esperanza de que un Cioran bilioso y atormentado hubiera encontrado un poco de paz en la isla se había disipado. Me pregunté qué otra cosa podía esperar de alguien que titulaba sus obras ´Breviario de la podredumbre´, ´Ese maldito yo´, ´Silogismos de la amargura´, ´La caída en el tiempo´, ´El aciago demiurgo´, ´Del inconveniente de haber nacido y Desgarradura´. Sus notas ibicencas eran, por decirlo así, más de lo mismo, una afirmación de la vacuidad de la existencia y de que no hay nada fuera de ella. El hecho es que Cioran, en Ibiza, hizo lo que venía haciendo desde hacía mucho tiempo, escribir cada día, en pequeños cuadernos y como si fueran latigazos, textos cortos, subjetivos, fragmentarios y divagatorios, sobre los malos humores y los remordimientos que le asaltaban y que se sacudía volcándolos en los papeles. No era una actividad que le consolara o redimiese, pero sí una catarsis, una forma de momentánea liberación. Y digo momentánea porque sus recuerdos y sus inquietudes regresaban siempre a sus insomnios en un círculo vicioso. En cualquier caso, posiblemente no era poca cosa dejar dormir en sus notas, aunque sólo fuese por unos días o por unas horas, toda aquella basura que le atormentaba.
Del 31 de julio al 25 de agosto
Los escritos de Cioran en Ibiza van del 31 de julio al 25 de agosto de 1966 y ocupan el vacío de anotaciones que tienen sus otros cuadernos que dejó en París al viajar a la isla. Cioran llegó invitado por unos amigos que tenían una casa en Talamanca, probablemente en ses Figueres, porque caminar a Cap Martinet, cosa que solía hacer en los amaneceres, sólo le suponía una pequeña excursión (notas del 31 de julio y del 11 y 16 de agosto): «Sobre las 5 he salido a pasear por la orilla del acantilado y el encanto del paisaje ha surtido efecto». Es casi seguro que Cioran conocía Ibiza de algún viaje anterior y de ahí que pueda hablar en pasado de ella: «Esta isla, que he amado tanto, no es mi arquetipo».
Y no era su arquetipo, confiesa, porque el calor le aturdía, le cegaba la luz y le resultaba excesiva su belleza. El hecho de que hubiera venido antes, tal vez en los años 30, no puede extrañarnos, porque estuvo siempre obsesionado por nuestras gentes que, según decía, llevaban al límite la experiencia de vivir entre el azar y el fatalismo, entre la fe y la desesperanza, entre la indolencia y la pasión. Sorprende que sus días en la isla no consiguieran paliar sus malos humores, tranquilizarle y apartarle de sus sombríos pensamientos, sobre todo cuando él mismo reconocía –nota del 1 de agosto– que el origen de sus males era el frío y que su visión del mundo hubiera sido diferente de haber vivido en un país cálido como el nuestro.
Fuera como fuese, lo cierto es que en su Cuaderno de Talamanca las palabras que más repite son insomnio, melancolía y vacío. Cioran camina los acantilados de Martinet y piensa en el suicidio: «¿Y si me arrojara desde lo alto del acantilado?». De alguna manera, la isla no le cura, pero sí le salva: «Mientras me entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las rocas, las olas visitadas por la luna, y de repente me di cuenta de hasta qué punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo».
El Cuaderno de Talamanca tiene una importancia capital en su brevedad porque en cada frase está todo Cioran. También aquí, como suele, practica la demolición y la deconstrucción radical, convencido de que conocer implica abrir en canal la realidad y remover sus tripas como hace en su disección un cirujano; o ese niño malo y curioso que rompe su juguete para dejar a la vista sus entrañas.
El problema de Cioran es que, una vez que ha descuartizado y desarticulado la realidad, no sabe qué hacer con ella y sigue sin entenderla. Y al no verle sentido, considera inútil tratar de recomponerla. En un mundo residual, caótico y descompuesto, Cioran confiesa su cínico desencanto: «Si la condición humana es una estafa, sería mejor ser un cardo o una coliflor». A partir de aquí, si nos preguntamos qué torturaba realmente a Cioran, la respuesta tenemos que buscarla en su biografía.
Ser desencantado
Para empezar Cioran es un ser desencantado, una persona escéptica y frustrada: «Quise ser filósofo y me quedé en aforista; místico, y no alcancé la fe; poeta, y sólo escribo una prosa mediocre». Pero Cioran, sobre todo, no soporta el peso de su pasado fascista en la Rumania de la ´Guardia de Hierro´. El fantasma de su memoria le persigue y no le deja vivir como confiesa en 1949: «Cuando pienso en mi pasado, me parece recordar los años de otro y no me reconozco». Sumergirse en la locura hitleriana para escapar de la acidia y la laxitud intelectual, por medio de una fe violenta, fue algo que no se perdonó jamás. Es una deuda que no puede pagar. De ahí que no encuentre la paz y de que en sus escritos vuelva una y otra vez a sus raíces en la Iglesia Ortodoxa para autorretratarse con causticidad, hijo de un sacerdote pero impenitente ateo y religiosamente desesperado.
Torturado por sus demonios interiores, denunciador de la miseria humana, maestro de la ironía y apasionado lector del también angustiado Unamuno y de místicos como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, tal vez sea cierto, como dice John Updike, que Cioran fue un monje frustrado. Un día lo confesó: «No eres más que un monje sin Dios. Tierra y cielo son las paredes de tu celda y, condenado en las horas huecas de la eternidad y en los deseos enmohecidos que se pudren al acercarse una hipotética salvación, te bamboleas hacia un Juicio sin fasto ni trompetas». Todo su drama interior y su cruda lucidez –«gotera del alma´», como él mismo dice– relampaguean en la pequeña joya del ´Cuaderno de Talamanca´.
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